Ascensión Elías se había criado en el barrio de San Miguel de Munilla, en una casa ruinosa, en otros tiempos de rancio abolengo, pero que había ido perdiendo lustre, del mismo modo que lo había hecho su familia, otrora propietaria de una de las más importantes ganaderías ovinas del norte de España. Su padre Saturnino le había bautizado de tal modo esperando que ese nombre sirviera como metáfora de la nueva andadura que quería emprender para intentar recuperar la bonanza de la que habían gozado los Elías, saga de judíos conversos forjada en la crianza de rebaños de ovejas y el comercio de la lana y de los paños que con ella fabricaban: un negocio próspero, hasta que llegó Napoleón.
“Entonces, mi familia materna sufrió las tropelías del ejército francés, malditos gabachos, que arramblaron con los rebaños de ovejas a cambio de unos pagarés que se harían efectivos cuando José Bonaparte, sí, el que llamaban Pepe Botella, reinase en España. No hace falta decir que de aquel dinero francés nunca se supo y que los Elías tuvieron que rehacerse a partir de unos talleres que no tenían materia prima para trabajar. ¡Ya me dirás tú cómo vas a tejer si no tienes lana!”. Aquella intensa mañana de 1932, mañana de confesiones, cuando le había pedido a su pretendiente que ganara un sueldo mejor, Benita le contaba a Josemari la historia de su familia materna. Josemari empezaba a comprender el estilo elegante de aquella chavala que ahora vivía en Burceña con un padre tranviario pero que parecía de otra estirpe. “O sea que lo que quiere ésta es por lo menos mejorar y volver a los tiempos de sus tatarabuelos. Bueno, habrá que intentarlo, a la fuerza ahorcan”, se dijo el joven García, que bebía los vientos y los elementos por la jovencita riojana.
“El caso es que”, continuó Benita, “con grandes esfuerzos, la familia de mi madre consiguió recuperar algo de aquella fortuna: mi abuelo Saturnino se casó con la hija de un contrabandista, de la conocida familia de los Enciso, mi abuela Vitoria, que le financió la puesta en marcha del negocio y le abrió relaciones con otros telares de Munilla. Pero así y todo tuvieron que dejar el noble barrio de San Miguel para irse a vivir a la zona más popular del pueblo, El Cortijo, donde altas viviendas de hasta ocho plantas convivían con los telares. Mi madre siempre recuerda lo animadas que estaban las calles con las mujeres cosiendo alpargatas sentadas en sillas de enea en alegres tertulias. A mi madre no le importó el cambio de barrio y allí conoció a mi padre, de origen más humilde. Pero a lo que íbamos: de todos los hermanos, Ascensión fue la que se encargó de ayudar a mi abuelo Saturnino en la venta de paños, mantas, cubrebocas y otros tejidos de sus telares y también de otros vecinos”.
En efecto, Saturnino, buen vendedor, fiel a su raza, recibió el respaldo de las habilidades con los fuera de la ley que traía su esposa Vitoria Enciso. Aquel combinado, de una complicidad reconocida en toda la comarca de Arnedo y hasta en la sierra de Cameros, pronto emprendió vuelo y pasó a dirigir las ventas hasta llegar a la costa vasca. Salían Saturnino y Vitoria de Munilla con el carro cargado de paños para después de pasar Arnedo, Calahorra, Lodosa, Estella y Alsasua, entrar en Gipuzkoa para terminar en Zarautz. Sabían que poco podían hacer en las capitales, que ya contaban con un comercio importante. Pero en aquellos pueblos y villas de tamaño medio, el matrimonio Elías Enciso tenían margen para la venta de los afamados tejidos de Munilla, reconocidos hasta en Hendaya.
No faltaban los peligros de tamaña empresa: una pareja de recién casados, combinando el ferrocarril con el carromato, con grandes baúles repletos de paños, eran un objetivo fácil para los amigos de lo ajeno. Pero Saturnino, dotado de labia, sabía driblar a los facinerosos, mientras que Vitoria contaba con los contactos de la red familiar de contrabandistas. Así, en un par de años, hasta que llegó el primer vástago, ambos consiguieron urdir un entramado de complicidades que ejercían de salvoconducto en su itinerario por la Rioja, Navarra y Gipuzkoa.
“Pero mi abuela se quedó embarazada de mi tía María, la que vive en Alameda San Mamés, la primera que vino a Bilbao, ya la conocerás, y entonces dejó de acompañar a mi abuelo. Los viajes de ventas se hicieron menos frecuentes y Saturnino se tuvo que buscar la vida en solitario hasta que un día le asaltaron en la sierra de Urbasa. Cuatro aguerridos vascones se cruzaron en mitad del camino, le pidieron el dinero y se tuvo que conformar con que le dejaran el género. Como ves, por el norte también hay bandoleros como en Sierra Morena”, le comentó Beni a un admirado Josemari, engatusado con el relato.
Aquel susto llevó a cambiar el proceder de los vendedores munillenses en su recorrido por tierras navarras y vascas. En la Rioja mantenían los contactos con los contrabandistas, pero los asaltantes del norte no respetaban los acuerdos que consiguió Vitoria Enciso. “Había que llevar un engaño, decidieron. Entonces mis abuelos vieron que lo mejor era que Saturnino fuera con uno de los hijos. María estaba ya en edad casadera, Anastasio se había quedado para seguir la carrera militar después de prestar el servicio en África, Fortu, que vive por cierto en tu barrio, casada con Nicomedes, no sé si les conocerás, era muy pequeña… Así que le tocó a mi madre”.
Saturnino entendió que era inevitable llevarse a la pequeña Ascensión, que acababa de cumplir los 13 años, con él. Las cosas no pintaban bien en Vascongadas y Navarra, les querían meter mano a los Fueros y se había organizado una buena desde Pamplona, la Gamazada le habían llamado. El ministro de Hacienda Germán Gamazo, del gobierno de Sagasta, volvía a tentar a la suerte con los derechos históricos de los cuatro territorios como si buscara otra guerra carlista. Saturnino, fiel lector de “La Rioja” desde que empezara a publicarse en enero de 1889, era conocedor de la situación: consciente, pues, de que en aquel río revuelto los bandoleros camparían por sus anchas. Así que Vitoria cosió entre las enaguas de la pequeña Ascensión una faldriquera donde llevarían el dinero: ni el más vil de los asaltantes, y eso lo sabía bien la Enciso, sería capaz de tocar a una niña. Otra cosa eran los señoritos de Munilla, a los que su marido había tenido que llamar al orden más de una vez por intentar propasarse con sus hijas en una costumbre medieval que se conservaba en la villa y que llevaría, años después, a Ascensión a decidir, ya casada y con dos hijas, marchar a Bilbao.
– Así que el abuelo y mi madre comenzaron a viajar juntos. Como siempre, en la sierra de Urbasa o en el túnel de San Adrián, los bandoleros salían al encuentro de mi padre, a la ida o a la vuelta: él sacaba las viandas y el vino y les invitaba a almorzar, ya habían cogido confianza, no le importaba que le preguntaran por el dinero: ‘Vender mucho, cobrar poco’, les decía y les dejaba cachearle. Lo que no sabían es que el dinero lo llevaba mi madre debajo del vestido.
– Esa historia es formidable, Beni, me encanta, bien merece una película, ganas me dan de hablar con mi amigo Félix, el hijo del fotógrafo Shylock, para que prepare una como Edurne, modista bilbaína, en la que trabajé.
– “¿Qué tú salías en Edurne? ¡Hala ya! ¡No me cuentes cuentos!
– Cuando quieras, vienes a mi casa y te enseño fotos del rodaje y de la película.
Josemari se dijo “Mira, yo también tengo historias para impresionarte”, mientras le acompañaba a Beni hasta su casa en Burceña después de haberse bajado del tranvía que habían cogido en la Ribera, frente al Mercado.
¡Había dado de sí el primer viaje hasta la casa de su pretendida!