“¡Madre, madre! ¿Dónde está?”. Benita llamó a Ascensión con la voz animada de la veinteañera que llegaba a casa presa de esa excitación de los enamorados primerizos. Iba a presentar a Josemari a sus padres, aunque todavía sabía que le tenía que apretar un poco para que buscara un mejor trabajo. Ascensión bajó las escaleras de aquella casa adosada en la que vivían, una de una larga fila de viviendas construidas para los tranviarios, el empleo que su marido Manuel había conseguido o mejor dicho le habían conseguido, aunque Benita no sabía bien quién había sido: si su tía María, la que vivía en la calle San Mamés, la primera de las tres hermanas Elías que había llegado a Bilbao, o el hermano de su padre, Felipe, el maestro, con influencia en la Diputación, padre a su vez de su primo Mateo que acababa de licenciarse en Farmacia.
La saga de los Romero Elías, que habían venido de Munilla, era un auténtico clan riojano en Bizkaia. Habían llegado, antes o después, en busca de mejor fortuna como María Elías o huyendo de los caciques acosadores que querían imponer el derecho de pernada a sus hijas, en el caso de la brava Ascensión Elías. En cuanto al maestro Felipe Romero, su llegada tuvo como motivo la evangelización en la lengua española de los boronos de Zamudio, siguiendo las órdenes del gobierno de Madrid para uniformar el Estado y que se dejaran de hablar las en su consideración lenguas bárbaras o dialectales. Tal y como había impulsado el conde de Romanones en 1910, con la creación de las escuelas nacionales, se trataba de imponer en toda España la lengua de un imperio que ya sólo era parte de una península, dos archipiélagos y sendas pequeñas ciudades en el norte de África. Tardaría 10 años la Diputación Foral de Bizkaia en impulsar la contratación de maestros con conocimiento de euskera en las zonas vascoparlantes, pero para entonces Felipe Romero estaba bien asentado en la anteiglesia del Txorierri y había conseguido integrarse sin problemas. Todo el pueblo sabía que era un buen hombre y que su llegada no había sido voluntaria.
“Así que tú eres Josemari”, le dijo Ascensión al mozo aquel, bien parecido, trajeado y con un aura de bondad que le sedujo desde el primer momento. “Sí, ya me ha contado su hija de usted, justo en el viaje en el tranvía, ¡vaya aventuras con su padre y los bandoleros!”. “Vaya, con esta Benita, qué loro, pero seguro que no te ha hablado de cuando estuve veraneando en Zarautz, un verano por cierto con un tiempo excelente, no como este y el del año pasado, que no para de llover, dicen, porque ha estallado un volcán en Chile”.
Ascensión, la mediana de las tres hijas de Saturnino y Vitoria, había tenido una mala primavera cuando llegó a la pubertad. De constitución menuda, su salud se resintió con el cambio y comenzó a padecer una pequeña anemia. Su padre, conocedor de las virtudes de los baños de mar, tenía clientes de sus telares en Zarautz, localidad guipuzcoana que se había hecho famosa por su veraneo desde que Isabel II comenzara a viajar hasta allí a mediados de aquel siglo XIX cuya última década estaba comenzando. Zarautz había perdido cierto prestigio después de que la regente María Cristina prefiriera la Concha donostiarra, pero todavía conservaba un considerable glamour que Saturnino entendió podría animar, además del agua marina, a su hija que dejaba de ser una niña.
“He hablado con Ambrosio Menditontorrea, el del comercio ‘La Moderna’, y me ha comentado que hay una pequeña pensión, en la calle Casino, donde te podrías quedar unas semanas. Tengo que llevar una partida de paños que tienen mucha demanda entre la aristocracia que le compra a Ambrosio, así que te llevo conmigo, te lo presento y con él tendrás una referencia en el pueblo, que en estas fechas se llena de nobles que vienen de Madrid, y hay mucho barullo”, le dijo Saturnino a su hija: “Nada que ver con la vida de Munilla”.
En efecto, Ascensión descubrió un mundo. Era la primera vez que salía de la comarca: lo más lejos que había ido era a Arnedo acompañando a sus padres a la boda de un primo de su padre: una boda de relumbrón, no en vano el pariente arnedano casaba con una Olózaga, sobrina nieta de los famosos políticos José y Salustiano, conocidos como liberales de pro. Ascensión no se acordaba de aquella boda que pasaría a la historia de la comarca como uno de los acontecimientos más importantes por muchos años, con parte de la corte llegada de Madrid, con el recién nombrado presidente del Gobierno, Práxedes Mateo Sagasta, a la cabeza. El cortejo nupcial se había alojado en el Balneario de Arnedillo, donde Fernando VII, décadas antes, casi se mata al caerse en una de las pozas, suceso que le recordaron a Sagasta a la entrada de la boda. “Ándese con cuidado don Práxedes, ándese con cuidado, que esas aguas de Arnedillo pueden ser letales”.
Así que Ascensión se subió a la grupa del caballo de su padre que dirigía la recua al frente de un gran carro cargado de telas y pusieron rumbo, aunque el periplo era terrestre, a la costa vasca. Aquel viaje lo había estimado su padre como iniciático, como un paso en firme de su hija hacia la edad adulta: tenía puesta la confianza en ella como su futura ayudante en la gestión comercial de la fábrica de paños, después de que el único hijo varón hubiera optado por la carrera militar. El conocimiento del mundo más allá de Munilla sería su academia: desde las gentes que vivían al asalto en los caminos hasta la vida en las ciudades como Logroño o Pamplona.
El Ebro, a su paso por la capital de su provincia, le causó una honda emoción a la pequeña Ascensión: quedó atrapada por el vértigo de las aguas cuando lo cruzaban por el impresionante puente de piedra recién inaugurado como quien dice, pues el Ayuntamiento lo había levantado de nuevo pocos años antes sobre un proyecto del ingeniero Fermín Manso de Zuñiga. “Padre, ¡cuántos arcos tiene este puente, parece infinito!” “Es una obra magnífica. Yo, que lo he visto construir en estos años, no he dejado nunca de maravillarme. Doce son los arcos que tiene: es un puente para toda la vida”, le explicó Saturnino a su hija.
Pero la mejor sorpresa del viaje llegó en Pamplona que estaba en plena celebración de los Sanfermines. Saturnino y Ascensión dejaron la recua y el equipaje en una posada a la entrada y entraron en la ciudad para disfrutar del ambiente. El padre quería que su hija, conocedora de la rudeza de los mozos riojanos, tomara contacto con un ambiente que superaba cualquier festejo de Munilla: grupos de jóvenes ebrios recorrían la calle Estafeta, perseguidos por cabezudos mientras la cuadrilla de gigantes danzaba al ritmo de una banda de txistularis. Ascensión miraba adelante y atrás, a izquierda y derecha, captando aquel remolino de gentes de toda condición donde no faltaban los curas, también algo pasados de vino, que ya estábamos a 8 de julio y el día grande había pasado. Fueron a los toros, la primera corrida de entidad que vivía la adolescente y que le causó más rechazo que indiferencia, indiferencia que mantuvo toda su vida: tenía en aquel momento la sensibilidad a flor de piel.
Cuando llegaron a Zarautz, el pueblo estaba en plena efervescencia veraniega. Aquel ambiente no tenía nada que ver con lo que había conocido. Por un lado, gentes como ella hablando en una lengua extraña: algo había escuchado en Pamplona, pero es que en Zarautz nadie hablaba en castellano, sólo cuando se daban cuenta de que los interlocutores eran forasteros. Y luego, otras personas vestidas de manera extravagante, para la mirada de la joven de Munilla, que sí hablaban su lengua, pero con un acento extraño, afectado, marcando mucho las eses.
Ascensión, atenta a todo este nuevo mundo, no se dio cuenta de que su padre la llevaba en una dirección concreta, cruzando calles hasta que desembocaron en un amplio paseo: “Mira, hija, el mar”. Ni en su más fecundo momento de imaginación, la de Munilla había pensado que el mar era eso. Se lo había contado su padre, algo había intuido tras cruzar el Ebro y mirar a un lado y otro en la mitad del puente, pero aquella inmensidad de agua que se abría ante sus ojos superaba cualquier intuición. Y tanto como el mar, la playa. Habían llegado en marea baja y el arenal, magnífico, mostraba una extensión que hacía que el agua pareciera otro mundo: Ascensión salió corriendo hacia la arena para llegar hasta el Cantábrico, corriendo entre los veraneantes que se protegían del sol con carpas y sombrillas. Cuando llegó al agua, pudo escuchar el grito de su padre, llamándola: tuvo que regresar, pero antes pudo chapotear entre las primeras olas que veía en su vida.
“Venga, hija que Menditontorrea nos espera”. Padre e hija acudieron hasta La Moderna para hablar con Ambrosio, el referente para Ascensión en Zarautz a partir de aquel día. El tendero les acompañó a la pensión La Perla, donde se iba a alojar. Allí les abrió la puerta una vieja jorobada, la Demetria, con una verruga en la nariz del tamaño de un guisante. La niña dio un respingo y se agarró a su padre. Saturnino, hombre de mundo, le habló a la patrona con sereno aplomo: “Aquí le dejo a mi hija que espero cuide como si fuera la suya propia. Tome estas 20 pesetas, volveré en un mes a buscarla”.
Pero la estancia de Ascensión en Zarautz no llegó a pasar de los 10 días. Casi no había llegado su padre a Munilla cuando recibió una carta de su amigo Ambrosio.
“Querido Saturnino:
Siento comunicarte que la situación de Ascensión no es la que habíamos acordado. Al parecer, la vieja Demetria no ha cumplido con su palabra: de aquellos menús que pactamos no debe haber rastro. La niña vino al de dos días a la tienda para decirme que no le daban más que un caldo de aguachirri y ni siquiera come huevos: pan y tocino rancio. Así que entiendo que lo mejor será que vengas a buscarla”.
Raudo y veloz como el rayo, Saturnino cogió el caballo y el perro que acababa de comprar y emprendió camino de vuelta a la localidad guipuzcoana. Al llegar a la fonda, su hija le relató el calvario y el hombre casi golpea a la vieja con su fusta, pero se contuvo. Tiempo tendría de tomarse su venganza. “¡Dios conceda que los perros hagan un banquete de tus huesos!” Le dijo a Demetria, “y con ellos hagan caldo en el Infierno, como has hecho con mi hija, dándole caldo sustanciero, que no se da ni a los presos”.
Salieron padre e hija a la calle y fue entonces cuando Ascensión se percató de la presencia del perro junto a su padre, y eso que había ladrado con fuerza en el momento de la bronca, pero fue esta de tal entidad que ni siquiera entonces la niña pudo darse cuenta de que tenían esa compañía.
“¡Un perro, padre, qué sorpresa! ¿Cómo se llama?
“Mepagas”, le contestó Saturnino, ya más calmado.
“¿Mepagas?, ¡qué nombre más raro!”
“Ya te contaré hija, ya te contaré por qué tiene ese nombre”.