Historia de una saga VI. Años de aprendizaje y resolución

Josemari subió corriendo por Hurtado de Amézaga, aunque cuando estaba por el número 28 (donde acababa de nacer Blas de Otero) aminoró el paso y comenzó a deleitarse en su nuevo trabajo, su primera ocupación remunerada (porque de las horas metidas en la tienda no veía un real, todo se lo llevaban su padre, su hermano y el dependiente): “Trabajar en una farmacia, y además una de las mejores, eso sí que es una buena entrada y no vender patatas y acelgas”, se dijo, imaginando sus vueltas en bicicleta por Bilbao, después de ayudar a don Cándido (“qué hombre más amable, me recuerda a don Atanasio”) en la elaboración de fórmulas farmacéuticas.

La calle Hurtado de Amézaga era una de las principales arterias del Bilbao de principios del siglo XX.

Dejó Hurtado de Amézaga para subir por Iturriza, desconociendo en aquellos momentos la trascendencia de esa pequeña vía en su futura familia: los cócteles y copas que hijos y nietos se tomarían en el JK, un bar de artistas y bohemios, la mejor coctelería de la ciudad, emblema del Bilbao del siglo XX. Eso sería, claro después de que él se hubiera casado, 16 años más tarde de empezar con Zuazagoitia, en la flamante nueva iglesia de San Francisco de Asís, cuya trasera rebasó antes de llegar a la calle San Francisco y, poco después, a la plaza Doctor Fleming, todo un misterio para el pequeño Josemari, el de por qué aquél medico inglés tenía una plaza al lado de la casa donde vivían. Los años, el conocimiento de los beneficios de la penicilina para aliviar las enfermedades venéreas y parte del vecindario de aquel barrio donde habían llegado a vivir desde la pacata Salamanca le explicarían las razones de por qué aquella plaza estaba dedicada al doctor Fleming.

Cuando llegó adonde doña Trinidad, para darle la buena nueva a su madre, ya tenía claro que había descubierto su dedicación vital. Siempre le había gustado el mundo de don Atanasio Pisaverde, la medicina, las enfermedades y su sanación con la ingesta de combinados químicos o productos naturales, hierbas y alcoholes, afición que heredarían los suyos. “Madre, he encontrado un trabajo, gracias a aquel señor con el que habló padre en el tren”. “¿Qué dices, hijo?, no me cuentes mentiras, que ya sabes que soy rápida con la zapatilla”. Aquilina, pequeña pero matona, todavía podía con el adolescente Josemari, como bien sabía el chaval y sus nalgas recordaban.

“¡Que es verdad!”. Y Josemari le relató cómo había ocurrido todo. “Después de darme el trabajo, me ha preguntado por Miguel de Unamuno, se nota que le tiene afecto, porque me ha dicho que a pesar de ser liberal y hasta socialista es un buen cristiano y conserva, con sus dudas, la fe en Cristo. Madre, ¿qué es liberal y socialista y la fe en Cristo? Llevo todo el camino dando vueltas a esas cosas que me ha dicho don Cándido, que hace honor al nombre, porque parece buena persona”. “Josemari, tú dedícate a trabajar y deja esas cosas para gentes como el farmacéutico”. Aquella mujer, temerosa de Dios y ajena a la actualidad política, no sabía que su hijo pronto sentiría más que interés por aquellos asuntos del pensar. “Me ha preguntado también a ver si Unamuno seguía con la papiroflexia, que ahora ya sé que es hacer pajaritas como las que se pasó todo el viaje plegando, don Cándido decía que su amigo Miguel se dedicaba a las pajaritas pero que él prefería los pájaros, casi más que la farmacia”. “Pues tú quítate esos pájaros de la cabeza y a trabajar en la botica. Y sin rechistar, que no quiero que te echen, parece un buen destino”, le dijo Aquilina.

La farmacia de Zuazagoitia era un gran establecimiento entre las calles Gran Vía, Ledesma y Berástegui. Todo un mundo por descubrir para el pequeño Josemari que se quedó impresionado con la gran mesa de marmol que presidía la rebotica, donde los mancebos se afanaban en la elaboración de cremas y compuestos para píldoras que luego se ofrecían en aquel mostrador tras el que le había atendido don Cándido. Pero había más, porque aquel establecimiento era también el lugar de encuentro de Joaquín Zuazagoitia con sus amigos y conocidos para debatir de política, literatura, ciencia, de lo que fuera, como pudo comprobar poco a poco el hijo de Aquilina.

Dos universos bien distintos: con el viejo Cándido se interesaba por la ornitología, le explicaba los nombres de las aves en castellano, euskera y latín, además de enseñarle a elaborar fórmulas en aquella gran mesa. Le había cogido aprecio el veterano boticario al chaval salmantino. Y mientras se dedicaba a ordenar la rebotica seguía con discreta atención las conversaciones de Joaquín con sus amigos, que le iban ofreciendo lo que, por desgracia, no había podido aprender en el colegio al dejarlo tan temprano. El que luego fuera reconocido falangista y el primer alcalde franquista recibía a intelectuales como el poeta Ramón Basterra, el periodista Pedro Mourlane Michelena, el político José Félix de Lequerica o el escritor Rafael Sánchez Mazas antes de ir a la tertulia del café Lion d’Or. Y el joven Josemari se quedaba rumiando lo que aquellos ilustres comentaban, aunque lo cierto es que prefería al padre antes que al hijo, nacido en Madrid, un señorito que no le prestaba tanta atención como el viejo Cándido.

Así que, al de dos años de trabajar con los Zuazagoitia, Josemari ya había alcanzado el cargo de ayudante de rebotica y trabajaba codo con codo con los mancebos. Lo de llevar recados con la bicicleta había pasado a la historia. Llevaba ya pantalón largo, camisa, chaqueta y corbata y su cerrada barba, que se afeitaba todos los días, le hacía parecer mayor de lo que era. Así como el carácter responsable que había ido adquiriendo con el tiempo y la responsabilidad. En cambio, en la tienda familiar, las cosas se habían complicado: al llegar un día a la casa de doña Trinidad, se encontró a ésta calmando a su madre.

“Tranquila, Aquilina, que todo va a ir bien, que ya se arreglarán, que sólo es una travesura de su hijo el mayor que resolverá, que no es mal hombre”. Pero la mujer, a quien Josemari no había visto llorar en su vida, no dejaba de hipar, lo que le llevó a un estado de angustia desconocida en el adolescente, a la sensación de que algo grave estaba pasando. Al ver al hijo, Aquilina se recompuso, pero no tuvo más remedio que contarle lo que ocurría: “Tu hermano Eusebio nos ha llevado a la ruina, entre él y el haragán de tu padre, que no ha sabido ver lo que tenía delante: Eusebio ha ido de hijo de indiano rico con esa novia que se ha echado, la hija del médico de la calle Lersundi, una señoritinga, además engreída, a la que tu hermano no ha hecho nada más que comprarle pingajos y llevarla a cafés, yo qué sé en qué se ha gastado el dinero de la caja de la tienda, pero llevamos sin pagar el alquiler y a los proveedores seis meses”.

Josemari enmudeció ante lo que se vislumbraba como la quiebra del negocio familiar. Su sueldo en la farmacia daba para pagar la pensión a doña Trinidad y poco más. Su hermano se había comportado como un patán y poco más se podía decir del padre, que no estaban en casa. Se los imaginó tratando de resolver aquel desastre en la trastienda del ultramarinos, mientras Demetrio, el dependiente, atendía a la clientela. “Madre, déjame pensar, a ver si encuentro una solución, déjame hablar con don Cándido”. “Hijo, no te metas en líos, que tu trabajo es lo único que nos queda”.

Don Cándido escuchó con atención lo que aquel joven al que había tutelado en los últimos tiempos le estaba diciendo. Hombre de pueblo (no olvidaba su primera farmacia de Algorta, en los bajos de un palacete, a la que se accedía por unas escaleras adornadas con una elegante balaustrada forjada), con sensibilidad para las desgracias ajenas, también contaba con la resolución del hombre de mundo que había estudiado en Santiago de Compostela y vivido durante una buena temporada en Madrid, donde sobrellevar la gestión de la farmacia le hizo hombre de negocios. “Dile a tu padre que venga a verme”.

José García no olvidaría nunca el favor que le hizo Cándido Zuazagoitia.

“Dígame, don Cándido”, dijo José García, con aire apesadumbrado, después de que su hijo pequeño, aquel zagal que ya no lo era tanto, le hubiera indicado que fuera a ver al farmacéutico a cuenta del desastre de la tienda.

– “Vamos a ver, José, está claro que ni usted ni su hijo Eusebio sirven para gestionar un negocio; ¿qué sabe hacer usted?, ¿a qué se dedicaba en Salamanca?, ¿qué ha hecho en su vida?”.

– “En Salamanca, era herrero, me dedicaba a la forja; en la guerra de Cuba, adonde fui de joven, me bregué con las armas; y cuando fui a Argentina, mi labor era la de cuidar del ganado en la pampa y ahuyentar a los cuatreros si se acercaban a robar nuestras vacas”.

– “O sea, que no tiene miedo a empuñar un arma de fuego”.

– “Ni mucho menos, tengo permiso de armas desde los combates contra José Martí y aquella caterva de traidores que nos hicieron sudar la gorda antes de la Asamblea de Jimaguayú en septiembre de 1895”.

El farmacéutico se quedó pensando un instante, lo justo para que su semblante salvara la sombra de preocupación con un brillo en los ojos que señalaba que había encontrado una solución: “Vamos a ver, José, van a salir unas plazas de guardia jurado en el Ayuntamiento para las empresas de la villa. A sus años, yo creo que es lo que mejor puede hacer: no es un trabajo muy complicado, se necesita saber manejar un arma y cierta resolución y no dejarse intimidar que me imagino por su trayectoria vital no le faltará. Usted se presenta a esas plazas con mi recomendación, que es necesaria, porque se ha de llevar un arma. Yo, a cambio, le presto dinero sin intereses para sacar su comercio del desastre, usted lo traspasa, me devuelve el dinero en cinco años, y aquí paz y después gloria. Y que sepa que todo esto es posible por la confianza que tengo en su hijo Josemari”.

Esto le estaba contando Josemari a Benita aquel día de 1932, años después, cuando no sabían qué acontecimientos ocurrirían en el próximo año, en aquella República tan convulsa que estaban viviendo, cuando la joven le espetó: “Muy bien, muy bien las aventuras de los tuyos, pero razón de más para que andes ligero y te pongas a buscar un buen trabajo, que yo vengo de familia que no gusta de melindrosos, que mi madre, siendo niña, se las tenía con bandoleros”.

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