No hacía tres meses que había empezado la guerra, pero, a mediados de octubre, Nuevo Mundo ya establecía que el conflicto era mundial, lo que permite comprender cómo la magnitud del enfrentamiento que había comenzado a finales de julio por el disparo de un joven al heredero austro-húngaro estaba latente desde tiempo antes y, mal que bien, todo el mundo (incluso los medios españoles, neutrales) sabía que esperaban años de cruentas batallas.
Se iniciaba, sí, un nuevo modo de entender la guerra, que el alemán Ernst Jünger o el británico Robert Graves relatarán desde distintas ópticas y bandos. Desde aquí, en la revista madrileña, el bilbaino Miguel de Unamuno también clamaba contra los horrores del conflicto.»No deben de ser pequeñas la desilusión y la desolación de los cándidos pacifistas que nos hablaban de que acabaría por desaparecer la guerra. Y no es lo triste que no desparezca ni lleve trazas de desaparecer, ni estoy seguro de que a los más altos intereses de la cultura convenga su absoluta desaparición (…) Os digo que todo esto entenebrece el corazón y oscurece la mente».
Ni la guerra desaparecía, ni se veían visos de que la racionalidad que en teoría caracterizaba al siglo de la técnica fuera a imponerse frente a la barbarie. No sólo los ejércitos reivindicaban el horror, también los futuristas como Marinetti cantaban la belleza de las batallas. Sin embargo, los poetas que acudieron al frente dejaron huella indeleble de aquellas masacres, tal que el canadiense John McCrae, en el poema ‘In Flanders fields’, recogido en el recopilatorio Tengo una cita con la muerte (Linteo Poesía) que recupera poetas que fallecieron en el frente.
In Flanders fields the poppies blow
Between the crosses, row on row
That mark our place; and in the sky
The larks, still bravely singing, fly
Scarce heard amid the guns below
We are the Dead. Short days ago
We lived, felt drawn, saw sunset glow,
Loved and vwere loved, and now we lie
In Flanders fields.
(En los campos de Flandes se mecen las amapolas/ entre las cruces, fila tras fila,/ que marcan nuestro sitio; y en el cielo las alondras, aún cantando embravecidas,/ vuelas sin oirse apenas entre los cañones./ Somos los muertos. Hace pocos días/ vivimos, sentimos el amanecer, vimos el brillo del ocaso,/ amamos, y fuimos amados, y ahora aquí yacemos/ en los campos de Flandes.)
Por estas fechas, hace un siglo, se había producido el primer uso de gas letal como arma de guerra. Fue una sustancia irritante que lanzaron las tropas alemanas contra las inglesas en Neuve Chapelle, muy cerca de dónde se encontraba John McCrae, en una escaramuza previa a la batalla que viviría ese lugar en enero de 1915. En aquel momento las tropas británicas procedentes de las colonias del Sur de Asia se incorporan al combate, con la aportación exótica que pronto caracterizará parte del conflicto.
Como se ve, escasas diferencias con el panorama que se sufre un siglo después, en cuanto a la crueldad de los conflictos armados, cuando el gas ha sido una de las principales armas del sátrapa sirio contra su pueblo en la incruenta guerra que se vive en Oriente Medio.
Mientras el mundo se sumergía en la Gran Guerra, en España, el debate era más de casino y café cantante, en un país que reivindicaba la gordura (tal debía ser el famélico panorama de sus habitantes), plagado de enfermos, tísicos y malnutridos, a tenor de la publicidad que recogía Nuevo Mundo.