Aquella mañana de enero de 1935, con la pequeña Mariví dando sus primeros pasos, la familia García Romero estrenaba casa. Por fin Claudio había terminado la construcción de un formidable edificio de siete plantas con dos escaleras: la exterior que daba a la que ya empezaba a ser bulliciosa arteria, la calle Autonomía, y la interior, que miraba al Pagasarri, orientada al Sur, más cálida y acogedora. Esa es la que habían elegido tanto los impulsores de la edificación, los hermanos Claudio y Julia Pérez, dueños del terreno, del taller adyacente y de varias parcelas más en la zona, que fueron a vivir en las dos viviendas del cuarto piso. En el tercero derecha, se establecieron Benita y Josemari, con los padres de éste, Pepe y Aquilina,y la pequeña Marivi.
El cambio había sido a mejor, por supuesto: era un flamante piso de techos altos, de unos 100 metros cuadrados, con cuatro habitaciones, salón y baño y un balcón de 10 metros. Benita se había encargado de adquirir los muebles básicos, que tampoco estaban para tirar cohetes, aunque establecieron el primer, y único durante muchos años, teléfono en la escalera: Josemari necesitaba este medio de comunicación que todavía causaba admiración para establecer contacto con los laboratorios que representaba y los diferentes médicos que visitaba en la zona. Y a la casa también llegó el primer termómetro de la escalera, al que haría compañía el del médico que vivía en el tercero izquierda, don Gonzalo, con cuya familia hicieron buenas migas desde el principio los García Romero, quizás porque el médico también se apellidaba García.
En la casa recién construida con hormigón, sin ascensor, la escalera común era para aquellas familias jóvenes el lugar de encuentro. Niños y niñas subían y bajaban como si no hubiera un mañana, gritando y brincando, mientras las madres se hacían un hueco para subir la compra o charlar con la vecina. Y el patio era el lugar de comunicación para llamar al vecino que había recibido una llamada en el teléfono de Josemari, encima de la mesa de trabajo que tenía en el despacho en que había convertido una de las habitaciones.
Era aquel barrio de Basurto parte de una ciudad todavía por construir, en proyecto, sin apenas viviendas. Como Autonomía, la gran avenida Sabino Arana (nombre que se le puso con la llegada de la República a la Avenida Alfonso XIII, quien no sólo se tuvo que marchar de España sino que también desapareció del callejero) mantenía frente a la casa de la Misericordia una imponente finca, Estraunza, que iba desde Alameda Uquijo hasta la Gran Vía, desde la Avenida hasta Gregorio de la Revilla. El último esplendor de una ciudad en transformación. Y del mismo modo que Bilbao iba creciendo hacia Zorroza y Olabeaga, la casa de los García Romero se iba construyendo como familia. No era extraño la visita de las hermanas de Benita, Juli y Paquita, de sus padres Ascensión y Manuel, de su primo Mateo con Irene, de la tía María y las primas de Alameda San Mamés, de la tía Fortu que vivía en la acera de enfrente. Siempre había un café o un vaso de vino, un poco de chorizo o un bizcocho para los invitados por parte de aquel generoso matrimonio, humilde pero dadivoso.
El ambiente de la República ayudaba a la confraternización, incluso con don Gonzalo, hombre conservador, de añoranzas monárquicas que no compartía los ideales republicanos. “Estimado Josemari, aunque ya sabe que no me alegro por la victoria del Frente Popular, y creo que ha habido más de un pucherazo en alguna de las circunscripciones, esto es lo que hay: espero que Manuel Azaña, el más sensato de los líderes de ese guirigay de partidos, nos lleve por buen rumbo”, le dijo don Gonzalo a su vecino aquella mañana de finales de febrero de 1936, cuando ya Azaña comenzaba a gobernar, después de un bienio de mandato de la derecha.
Josemari, republicano moderado, no escondía su simpatía por el nuevo gobierno, aunque no hacía gala de ello: hombre discreto, no gustaba de alardear de las victorias, ni siquiera de las del Athletic, que era lo único que podía alterar su flema británica. Pero poco duró la alegría republicana. La primavera dio paso a un tórrido verano entre rumores y más rumores de un levantamiento militar. “Este Azaña es un flojo con los militares, si yo sé sólo con leer los periódicos que el general Mola, la Falange y toda la derecha prácticamente andan tramando algo, incluso ese patascortas de voz aflautada, ese tal Franco, el fascista, no su hermano el aviador, que es leal, andan preparando un golpe de estado, si yo lo sé”, le decía a Benita aquella mañana de finales de junio, mientras desayunaban, “cómo no lo va a saber el gobierno: deberían estar todos en la cárcel”, afirmó tajante quien no deseaba la prisión ni de los canarios que tenía en la jaula. Les acababa de abrir la puerta para que pudieran volar libremente por la cocina, en un ritual matutino que mantendría hasta su fallecimiento.
No habían pasado dos semanas cuando Benita salió alterada de la cocina: “¡¡Josemari, Josemari, que dicen por la radio que han asesinado a Calvo Sotelo esta madrugada en Madrid!!”, le dijo a su marido que se estaba afeitando para salir de viaje hacia Vitoria y Burgos, donde pensaba pasar unos días visitando médicos con las nuevas muestras de los laboratorios MADE, recién llegadas de Madrid por tren. “Me cagoenlaputa”, masculló en voz queda, sin que nadie pudiera escucharle, con evidente enojo. José Calvo Sotelo era un político admirado por amplios sectores del golpismo que ya era un secreto a voces. “Benita, me quedo, no voy de viaje, esto no me huele nada bien, a esos militares sólo les basta una excusa para alzarse en armas y ésta es perfecta. Mejor no moverse. Y encima tenía que ser en martes y trece”, dijo quien tenía poco de supersticioso, pero que intuía el desastre.
En efecto, cinco días después, el 18 de julio se vivía un golpe de estado en toda regla, aunque los planes no salieron perfectos para los sediciosos: media España permaneció fiel a la República, entre otros territorios, Bizkaia y Gipuzkoa, mientras que Álava y Navarra se alzaron con los rebeldes. “Hice bien en no salir de viaje, Beni, ya sabía yo que los alaveses tienen más de meapilas que de leales a la democracia”, dijo Josemari cuando se confirmó dos días después que el territorio vecino había quedado en manos de los golpistas. Josemari estaba preocupado por el médico de Maeztu, Isaac Puente, anarquista, pero sobre todo buena persona, con quien había mantenido curiosas conversaciones sobre el amor libre, la higiene, la eugenesia y la vida naturista. “¿Te acuerdas de Isaac, el médico?”, le dijo a su esposa. “Seguro que han ido a por él, era uno de los cenetistas más señados en la provincia y en España: vendió centenares de miles de ejemplares de su librito El comunismo libertario. Me lo quiso regalar, pero ya le dije que yo no era de la CNT, que hasta ahí podía llegar la amistad”.
En aquel instante, en toda España se vivían escenas de venganza por parte de uno u otro bando. Bilbao no era ajeno y se percibía la persecución a todo aquel que había mostrado su rechazo a la República. Médicos y farmacéuticos conocidos de Josemari se fueron, aunque la mayor parte se quedó en la ciudad y él pudo continuar con su trabajo de mala manera, pero con abastecimiento de muestras desde Santander, sobre todo: había estrechado lazos con los responsables del Laboratorio Cantabria, el único de los que representaba que tenía acceso directo. Madrid y Alcoy estaban rodeados de territorios fascistas.
La vida recobraba cierta normalidad, aunque los periódicos ya anunciaban, para quien quisiera leerlo, el avance nacional hacia Bilbao, capital del norte, la joya preciada para Franco, quien ya era el líder de la asonada. Y la convocatoria de quintas por el Gobierno Vasco, se iba acercando a Josemari, que había confiado que a sus 32 años no sería llamado a filas. Una vez más su intuición le llevó a proponer a Benita que se quedase embarazada: “Esto pinta muy mal, llevamos tiempo pensando en darle un hermano a Marivi, que aunque se lleva muy bien con las de Calvo y están todo el día jugando en el descansillo, en casa a veces se aburre, pero es que ahora creo que es el momento. Estando embarazada o con un niño, en el caso de que entren los nacionales y yo esté en el frente, estarás más protegida: mis padres poca resistencia pueden oponer”. Benita no le dijo nada a Josemari, entendía que la idea era buena, aunque bien sabía que su esposo no era un hombre de acción en el caso de que hubiera que tomar alguna determinación ante un abuso, que ella ya tenía su genio y sabía defenderse. Pero sí, Marivi estaría mejor con un hermano, definitivamente.
El 22 de mayo de 1937, Josemari fue llamado a filas. “Tengo que incorporarme al ejército vasco, lo acaban de publicar, me han citado el próximo miércoles en el Cuartel de Sanidad Militar, que está en las Escuelas Camacho, en Irala. Me imagino que como fui enfermero en el Servicio Militar, por eso me envían allí. La verdad es que las cosas pintan muy mal”. El matrimonio, con Benita luciendo un incipiente embarazo, paseaba por el Arenal disfrutando de la primavera aunque bien sabían que las cosas iban a peor para la República, después de los enfrentamientos de Barcelona semanas antes entre milicianos comunistas y los del POUM y anarquistas. Josemari se había acordado de su amigo Isaac Puente, decían que le habían fusilado el 1 de septiembre de 1936, pero no se sabía nada de su cadáver. “Maldita guerra, esto es un auténtico desastre”, le espetó a Benita, quien asintió con la cabeza, era consciente de que su marido estaba sufriendo por tener que dejarla.
Sabedor de la que venía, que los nacionales estaban a las puertas de Bilbao después de la derrota en Villarreal a finales del año anterior (“el lehendakari Aguirre sobreestimó a nuestros milicianos, menos mal que ha rectificado y ha incorporado a generales desde Asturias y y Santander para reforzar el ejército vasco”, le había confesado a su esposa), y antes de incorporarse a filas, Josemari organizó la defensa familiar: “Diles a tus padres y hermanas, a tu primo Mateo e Irene, a la tía Fortu y a sus hijas, que vengan a nuestra casa que es de hormigón, al menos durante el día, es donde más seguro van a estar cuando lleguen los bombardeos, que llegarán. Estos nacionales nos tienen ganas, nos consideran unos traidores a vizcainos y guipuzcoanos”.
El miércoles 25 de mayo, Josemari abandonó la casa familiar y se dirigió al cuartel. No volvería en ocho días que se hicieron interminables para la familia.
Y eso era sólo el principio.