Benita no pegó ojo esa noche, mientras Josemari dormía como un bendito. “Está reventado el pobre, este hombre acostumbrado al trabajo rutinario de un comercial, de repente, de la noche a la mañana, a vivir bajo bombas, curando heridos y enterrando compañeros muertos, sin dormir, andando, huyendo más bien del avance inexorable del enemigo; por supuesto que le creo. Si él, que siempre ha tenido una intuición extraordinaria fruto de esa bondad que le lleva a analizar las cosas con objetividad, sin pasión, dice que la guerra está perdida, la guerra está perdida, y por supuesto los nacionales entrarán en Bilbao pronto”, barruntaba la riojana, sagaz en su previsión de lo que tenía que hacer ya: “De momento, esconder las joyas y el oro, también la alianza, y comprarme una de plata, que a mí me da lo mismo el metal, lo importante es nuestro matrimonio, que este hombre vuelva a casa lo antes posible y que nos podamos organizar los que nos quedamos aquí”, concluyó antes de despertarle. Ya era la hora para reincorporarse al frente.
Tras un frugal desayuno, con los abuelos en la cama y la niña felizmente dormida en su cuna, Josemari solo se despidió de Benita. No quería emocionarse ni causar pena a los suyos en aquel trascendental momento: salió sigilosamente, con la confianza interna (no le dijo nada a su esposa para no crear esperanzas) de que el cinturón de hierro, la famosa estructura defensiva que rodeaba los montes de Bilbao, sobre todo Archanda, por donde querían acceder a la capital vasca los sublevados, sirviera para contener durante un buen tiempo la ofensiva. Lo mismo pensaba el Gobierno Vasco, con el lehendakari José Antonio Aguirre al frente, que se había instalado en el Hotel Carlton desde el 22 de octubre de 1936, haciendo del emblemático edificio de la plaza Moyua el cuartel de operaciones del Ejercito vasco para el que Josemari había sido reclutado. Lo que no sabían, ni el lehendakari ni el sargento enfermero, aquella mañana del 12 de junio de 1937, era que el ingeniero Alejandro Goicoechea había traicionado a quienes le habían encargado diseñar el Cinturón de hierro cruzando las líneas y pasándose a los fascistas. Y con la traición se llevaba los planos de aquella construcción defensiva que debía servir para frenar el asedio terrestre a la capital vizcaína.
Así que en cuatro días, y nunca mejor usada la expresión, caía Bilbao, aunque la retirada no fue fulminante. De manera gradual, durante las dos jornadas siguientes, los combatientes leales a los gobiernos legítimos de la República y Vasco fueron retrocediendo, con los representantes de este último ejecutivo, con Agirre al frente, hacia la comarca de las Encartaciones.
Mientras tanto, Benita se disponía a organizar la intendencia de su pequeño ejército doméstico. Si no tenía a quince personas en casa, no tenía ninguna. “Y las que vendrán si el avance fascista continuaba”, pensó. Menos mal que Claudio les había dejado varios colchones que distribuyeron por el suelo. Se secó las lágrimas de los ojos que le había dejado la partida de su marido mientras jugueteaba con su alianza (“en el frente sólo puedes perderla o que te la roben, la guardaré con el resto”, le había dicho al despedirse) y se puso en marcha. “Lo primero, comprarme una alianza de plata y guardar las joyas bajo la tarima del último cuarto, donde duermen los abuelos, detrás del armario; luego ir al banco a cambiar los cheques que me ha dejado Josemari por dinero, y ya así podré comprar donde Enrique comida para toda esta tropa”.
Decidida se acercó hasta la joyería Belaunza, en General Eguía, compró con lo suelto que tenía en el bolso un anillo modesto pero aparente, y se fue directamente al Banco Vizcaya que estaba en la esquina de Autonomía con Doctor Areilza, frente a La Casilla. El cajero, que conocía bien al matrimonio García Romero, le saludó afable: “Buenos días Benita, ¿qué te trae por aquí, no vienes con Josemari?”. Con discreción, la mujer respondió: “Le ha dado un cólico nefrítico que no se puede levantar, no puede ni ir al baño, y tenemos la casa llena de gente, así que me ha dado un cheque que tenía firmado de hace unos días para pagar unas muestras, ¿me lo puedes cambiar?”. El cajero se quedó mirando el talón, en efecto firmado por José María García Hernández con fecha del 5 de junio. Solícito, le entregó el importe, y bancario y clienta se despidieron.
Cuatro días más tarde, Benita regresó al banco, había gastado el dinero de aquel primer cheque, mientras ya Bilbao era prácticamente de los alzados. Se repitió el proceso, sin preguntas, pero cuando el cajero vio la fecha le dijo con seriedad a Benita: “Lo siento, la dirección del banco, por orden de las nuevas autoridades, nos pide que la firma y fecha de los talones sea del mismo día en que se presentan”. Benita asintió, se hizo la despistada y salió del banco pensando en cómo iba a alimentar a aquella quincena de bocas hambrientas que tenía en casa. Obviamente, no podía contar a nadie, en aquellas circunstancias donde estaba Josemari. Bilbao estaba lleno de quintacolumnistas. Y se escuchaba el esporádico balaceo de quienes trataban de amedrentar a la población desde balcones y ventanas.
Apesadumbrada, con el ánimo tocado por la noticia de que no disponía de dinero en efectivo, y los que tenía en casa poco podían aportar, regreso cabizbaja hacia el portal. Al pasar por el ultramarinos de Enrique, en la esquina de Alzola con Autonomía, donde había comprado desde que se casó con Josemari y llegó al barrio, el tendero le saludó: “¡Qué cara traes Benita! Parece que hubieras visto el fantasma de Mola!”, le dijo con gracia. Enrique, como todos, sabía del fallecimiento en accidente el 3 de junio del general que dirigía la ofensiva del Norte, aquella que acababa de tomar Bilbao. No es que precisamente le cayera simpático y pensó que la mujer, con quien tenía confianza, se reiría con el chiste, un tanto macabro, bien es cierto, pero la riojana gozaba del humor de su tierra.
“Ay, Enrique, que he ido al banco y no puedo sacar dinero porque no me aceptan los cheques. Y claro, no tengo con qué pagarte y no sé cqué voy a dar de comer a tanta gente que está en casa; tengo la despensa prácticamente vacía”. “No es ningún problema, coge lo que necesites de la tienda y ya me pagarás, ¡faltaría más!”, le respondió el tendero. Pero Benita rechazó el ofrecimiento: “Muchas gracias, pero en estos tiempos de incertidumbre hay que afrontar los gastos, no te quiero llevar a la ruina”. Enrique volvió a insistir, pero Benita era firme en sus decisiones, se despidió con afecto y subió a casa.
Nada más llegar al descansillo, su vecina Clara la abordó y la invitó a entrar en su casa. “Benita, he visto a Basáñez, ha llegado con la camisa azul de los falangistas, así que cuando se marchó de Bilbao era para entrar con el ejército de Franco. ¡Menudo sinvergüenza! Primero hizo el desfalco del Hospital de Basurto, cuando estuvo de gerente, luego el de la Seguridad Social, que le llevó a la cárcel. Hace seis meses, apareció por aquí con camisa republicana, aunque dicen que la coincidencia entre su aparición y la explosión del barco prisión está relacionada, no sé, siempre ha sido hombre de poco fiar, pero esto de convertirse en falangista, ¡es el colmo del caradura!”. Clara estaba alterada, con razón, sabía que Basáñez sacaría partido a su cambio de chaqueta, aunque en realidad nunca había tenido ninguna, sólo la de sablear al prójimo. “Ya lo siento, Clara, Basáñez me importa bien poco en estos momentos, voy a ver si consigo dar algo de comer a la familia”, le dijo, mientras abría la puerta de la casa de su vecina para darse de bruces con el recadista del ultramarinos. “Señora, me ha dicho Enrique que esta cesta es para usted”.
“¡Con eso ya puedes alimentar bien a los que tienes en casa!”, exclamó la vecina y ambas se echaron a reír. Benita miró el contenido de la cesta y se maravilló con la generosidad de Enrique. Estaba claro que su ofrecimiento era sincero, ya harían cuentas, pero en aquel momento, el tendero alcanzó un reconocimiento que perduraría toda la vida.
Día 18 de junio de 1937, sábado
Salimos de Bilbao, o sea de la mina de San Luis a las siete de la mañana, atravesando el túnel de la línea de Santander, saliendo a la Plaza de Toros. De aquí a La Casilla. Al llegar a este punto nos batía la fusilería impidiéndonos subir a mi casa, como tenía pensado, a ver a mi familia, y teniendo que retirarme con el Batallón por detrás del Cuartel haciendo el recorrido siguiente: Casilla, calle Eguía, al subir el Cuartel por detrás del Hospital a dar a Olaveaga y de aquí por toda la ribera a salir a Zorroza. En todo este trayecto anduvimos muy mal debido a que la quinta columna nos tiraba con pistolas y fusiles desde las ventanas de las casas. Desde Zorroza fuimos por Cruces, Burceña, Retuerto, San Salvador del Valle, etc. a Gallarta. En este pueblo nos dejaron descansar pues llegamos rendidos de fatiga.
Josemari iba anotando en su diario aquella retirada que le alejaba de su hogar, de su familia, de su Benita embarazada y su pequeña Mariví. Cuando pasó por la calle General Eguía, ni imaginaba que los Jardines Campos Elíseos, que ocupaban la manzana entre esa calle, Sabino Arana, Autonomía y María López de Haro, un espléndido espacio dedicado al baile con dos salones cubiertos y un kiosko al aire libre, iban a ser el cuartel de un Batallón de Falange. Pero así son las guerras: de la alegría de la música para bailar se pasa al oxímoron de la música militar sin solución de continuidad, de un día para otro.
En efecto, los falangistas se instalaron enfrente de la casa familiar para horror del vecindario que tenía que convivir con aquellos envalentonados jóvenes admiradores de Mussolini. Pronto empezaron los abusos. Como había imaginado Benita, el primer día, el 19 de junio por la mañana, pasaron por las casas en busca de objetos de valor. Viendo la gente que residía en la suya, los falangistas no revisaron mucho, los colchones por el suelo y la fatiga de tantos meses de asedio habían entristecido a la siempre alegre familia. Y su aspecto era el de unos pobretones. “Si tienes hasta la alianza de plata, ¿no decían que los de Bilbao eran tan espléndidos?”, le espetó un joven camisa azul a Benita, escupiendo al suelo con desprecio, mientras ella agachaba la cabeza y por dentro hervía de impotencia.
Aquella noche, tres tiros rompieron el silencio impuesto por el toque de queda, tres tiros que salieron de la casa de Autonomía y retumbaron en el circo sonoro que hacían el Monte Caramelo y Mazustegi con la casa que miraba al Sur en su escalera interior. Inmeditamente se escuchó subir a un grupo de falangistas del cuartel de enfrente, gritando enfurecidos: “¿Quién ha disparado, quién se ha atrevido a romper el toque de queda, con disparos traidores?”. Y fueron directamente a la casa de los García Romero. Tocaron al timbre y Benita abrió la puerta, temerosa: “¿Está aquí José García? Nos han dicho que es el único que tiene un arma en este edificio”.
El recién estrenado como abuelo, Pepe, salió y respondió sin titubeos: “Es mi arma reglamentaria y yo no la uso fuera de mi trabajo”. “Es lo mismo, usted nos va a acompañar ahora mismo”. Su consuegro Manuel, aunque de frágil apariencia, no entendía aquella arbitraria decisión e interpeló a los falangistas: “¿Ustedes se creen que este señor, a su edad, va a estar haciendo tonterías con su escopeta? ¡Habráse visto!”.
“¡Usted también viene con nosotros!”, le dijeron los fascistas, ebrios de autoridad ante dos viejos indefensos. En aquel momento, se abrió la puerta de enfrente y salió don Gonzalo. “Vamos a ver, ustedes no se llevan a estos dos hombres, porque ellos no tienen nada que ver con los tiros. Estaba fumando en el balcón y he visto como salían de un piso de arriba. Y si tienen alguna duda de mi lealtad con el Movimiento, soy el hermano del Coronel Alberto y el general Mariano García, que están dando su vida por la patria desde que se sublevaron en Burgos el 18 de julio”. Ante la autoridad del médico, aquellos jóvenes que no eran más que unos pobres chavales embrutecidos por sus mandos y la guerra se dieron cuenta de la arbitrariedad de su decisión y se marcharon, no sin antes soltar la clásica baladronada: “¡Pero volveremos!”.
Don Gonzalo se quedó hablando con Benita y Clara en el umbral de su casa: “Ya siento haber tenido que usar a mis hermanos y su filiación militar, no es mi estilo, pero era lo único que me quedaba con esos facciosos”. Benita le dio las gracias encarecidamente y se despidieron después de tan desagradable incidente. “Por cierto, Benita. El de los tiros ha sido Basáñez. Creo que tendremos que tener cuidado con ese personaje. ¿Quién, si no, ha podido decir a los del cuartel que los tiros venían de vuestra casa? Hemos de ser prudentes. Vienen días de sinrazón.