Historia de una saga XIV. La certidumbre de la derrota

Cuando se abrió la puerta, aquella noche del 2 de junio de 1937, a Benita le dio un vuelco al corazón: estaba sola en la cocina, después de haber acostado a la pequeña Mariví; sus padres (que habían bajado de Burceña a vivir a Autonomía, sus hermanas subían de momento a pasar la noche en la casa familiar) y sus suegros dormían y sólo podía ser su marido, a quien había dejado de esperar, pensando que ya estaría en el frente. Las noticias del avance de los golpistas eran más que inquietantes, sobrecogedoras: desde que el 31 de marzo, el general Mola había comenzado la ofensiva, con el bombardeo de Durango a cargo de la aviación fascista italiana, la misma que el 26 de abril acompañaría a los bombarderos nazis a arrasar Gernika, el avance de los nacionales era más que conocido por la población, a pesar de la férrea censura en los medios por parte de las autoridades demócratas como ocurre siempre en tiempo de guerra: “La libertad de prensa”, pensaba Benita, “es lo primero que desaparece”.

Retrato de José María García Hernández, realizado en el frente, y firmado por su compañero Belaustegigoitia’tar Xabier.

En estas cábalas andaba la que era ahora la matriarca de aquella vivienda (bueno, siempre lo había sido, incluso cuando Josemari estaba en casa), cuando se abrió la puerta y su marido dijo con aquella voz alegre que le caracterizaba: “Buenas noches, ¿dónde está la familia?”. Vestido de soldado, afeitado y con buen porte, tanto que no parecía que estuviera movilizado para una guerra, sino que venía de tomar unos txikitos con los amigos, seguía teniendo el mismo humor que cuando llevaba traje y corbata y vendía medicamentos. “¿Qué tal Beni?, ¿dónde está la pequeña?”. Su mujer se llevó el índice a la boca, pidiéndole con el gesto que bajara la voz y le hizo una seña para que pasara a la cocina. Y cerró la puerta tras él.

“Mariví está durmiendo y yo no puedo pegar ojo: este embarazo me está costando, parece que tengo al demonio dentro de lo que se se mueve la criatura: no para”, le dijo a su marido. “No te preocupes, será que vive la agitación que tienes tú por esta maldita guerra y no me extraña, los nacionales están a la puerta de Bilbao. Me han incorporado al Batallón 43 Cultura y Deporte. Me hicieron un examen y por lo que he aprendido en tantos años en las farmacias, me han nombrado enfermero con el grado de sargento. Me han asignado cuatro camilleros, parecen majos chavales, son de las Juventudes Socialistas, porque el batallón parece ser que lo fundó esta organización, no lo tengo muy claro. Mañana nos vamos al frente”. En efecto, el sargento García Hernández se había incorporado al que en origen fue el Batallón 8 Meabe, fundado por las Juventudes Socialistas, pero que ahora era una amalgama de gentes de todo origen, en su mayor parte, eso sí, emigrantes.

Gernika, después del bombardeo por parte de la Legión Cóndor de la Alemania Nazi y la Aviación Legionaria de la Italia fascista, que respaldaron el levantamiento golpista del general Franco.

“Me han estado contando el bombardeo de Gernika, porque los compañeros lo sufrieron en sus propias carnes. Debió ser terrible, una verdadera tragedia: los supervivientes hablan de una carnicería salvaje, de más de 50 aviones tirando bombas sin parar, sin respetar a la población civil, es más cuentan que buscaban hacer el mayor daño posible a las gentes indefensas”. Josemari se había puesto serio al contarle esto a Benita, en cierto modo para prevenirle de lo peor: no le gustaba andar con paños calientes en asuntos como el de aquella guerra, de trascendencia vital. “No te preocupes, nos sabremos cuidar bien. Ahora cena algo y vamos a acostarnos, a ver si puedes descansar, que mañana será un día duro”. Benita llevaba la procesión por dentro, igual que a aquel inquieto bebé que parecía que se había calmado al oír la voz de su padre. El matrimonio se retiró a su habitación, sabedor de que sería la última noche en mucho tiempo, quizás para siempre.

A la mañana siguiente, temprano, el padre, hijo y esposo dejó paso al enfermero. Desayunó rápido, un café y dos galletas, metió en el bolsillo interior de la chaqueta del uniforme un pequeño cuaderno de un palmo y un lapicero donde quería anotar los acontecimientos que iba a vivir. “Te voy a dejar unos cheques firmados para que puedas alimentar a la familia durante una temporada; nos han dicho que si las cosas van bien, tendremos un permiso en quince días; y diles a Mateo e Irene que vengan a Bilbao, que si a mí me han mandado a Lezama es que el frente está en el valle, así que lo mejor es que salgan de Zamudio”, le dijo a su esposa. Cogió a su hija en brazos que todavía no entendía muy bien lo que pasaba, se la comió a besos, se despidió del resto, con especial atención a sus padres y esposa, y se marchó sin dilación. No le gustaban las despedidas y menos aquella. En las noticias habían dicho, esa mañana, que el Ejército Republicano recuperaba posiciones en el frente y que alejaba a los nacionales con bravura de Bilbao, pero tenía claro que no había que creer a las noticias, como confirmaría en unas horas.

Cuando llegó a Gaztelumendi, en Lezama y vio el alcance de los bombardeos, Josemari sabía que se enfrentaba a un ejército que buscaba la tierra quemada con un odio que le llamó la atención, tal y como escribiría en su diario:

Ya de noche, seguía el cañoneo pero no de tanta intensidad, pues en ese día se calculan unos ocho mil obuses y más de cuatro mil bombas de aviación y aún me quedo corto. En las horas que me tocó de guardia y que fueron de dos a seis curé bastantes heridos de nuestro batallón. El empezar del día siguiente fue también de los que hacen mella, pues nada más amanecer empezaron los cañones y aviación con más intensidad que el día anterior. A las tres de la tarde estaba la lucha en toda su intensidad, pues a esa hora disparaban los cañones doce tiros por minuto (con reloj en mano) y la aviación tiraba bombas de mano por cajas, y digo por cajas porque una vez vacía ésta, nos la tiraban y una de ellas hirió grave a un soldado que se rompió algunas costillas y se fracturó un brazo (verídico).

Aquellos días, Benita intuía que las cosas no iban bien. No porque tuviera telepatía con su marido, su natural optimismo le hacía pensar que él se encontraba bien y vivo, sino porque Clara, la mujer de don Gonzalo, le había dicho algo que no le había gustado nada, después de que se despidieran de Josemari en el descansillo aquella mañana del 3 de julio. “He visto a Basáñez, el del sexto derecha, salir de casa de madrugada antes de que se fuera tu marido con una maleta pequeña y en actitud sospechosa. Ya sabes que es un sinvergüenza y no sé adónde irá, porque nos tienen prohibido marcharnos de Bilbao”, le había comentado su vecina y amiga. “¿Adónde iba aquel rufián de Basáñez?, ¿Por qué quería marcharse de Bilbao?”, pensaba mientras preparaba unas patatas a la Riojana, que le salían de aúpa, para toda la familia: uno de los platos preferidos en aquella casa, sin duda.

Josemari, mientras tanto, pasa dos días con sus noches sin dormir, curando heridos continuamente, dejando a compañeros muertos por las bombas y las balas de un ejército que se evidencia superior. El 5 de junio a las 10 de la noche, cansado de deambular por el Txorierri, decide ir a Bilbao, a su casa, después de hablarlo con sus superiores, a quienes pide descansar junto a su esposa embarazada. No ofrecen objeción: el enfermero García Hernández ha mostrado una lealtad y una dedicación heroicas. Al llegar a casa, no cesan las preguntas (incluso su hermano Eusebio y don Gonzalo acuden a la sobremesa, ya de madrugada). Y Josemari es sincero, quizás por el cansancio, quizás por el vino de la cena y la copita de coñac de su barrica que tanto había añorado en el frente. “Tal y como lo veo después de lo vivido, esta guerra está perdida”.

Su padre, que no le había puesto la mano encima en su vida, le metió un arreón, mientras su hermano le cogía del brazo y le zarandeaba. “¡Cómo puedes decir eso! ¡Vaya falta de moral!”. Don Gonzalo intervino. “Haya paz, dejemos que se explique”, dijo el médico que era conservador, sí, pero no fascista. Y había visto lo que los aviones de la Legión Cóndor habían hecho en Gernika y estaba profundamente consternado y dolido. Nunca había esperado que la crueldad de los en teoría suyos fuera superior a la de los anarquistas. “Ese bombardeo es de una atrocidad inhumana, propia de salvajes, de bárbaros”, le había dicho a su vecino antes de que éste se marchara al frente. “Josemari, dinos por favor, ¿por qué ves las cosas de esa manera?”. “Por un lado, ellos tienen una aviación poderosa, de la que nosotros carecemos; pero lo más importante es que ellos, y sabéis de mis ideas opuestas a los nacionales, van detrás de una sola bandera; y nosotros tenemos muchas banderas”, comentó en referencia a la heterogénea combinación política que había visto en el combate y a las pésimas relaciones entre milicianos y soldados vascos, entre anarquistas y comunistas, entre socialistas y nacionalistas.

Tras sus palabras, la atmósfera en una sobremesa que había empezado animada se tornó pesada y gris, el silencio se apoderó de aquellos hombres que no gustaban de la guerra, pero que bien sabían que no se podía perder, que lo que venía con el general Franco era la vuelta atrás, la España negra e ignorante, el “Vivan las cadenas” de Fernando VII, la oscuridad. Benita que escuchaba la conversación desde su habitación sintió la pesadumbre de los suyos, se levantó y se dirigió a la cocina: “Venga Josemari, a la cama, y los demás, cada cual a su casa y a su cama, cada mochuelo a su olivo, que mañana este hombre tiene que volver al frente”.

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