Doña Filo ya estaba sobre aviso aquel viernes 8 de octubre de 1937, cuando Benita ya había salido de cuentas y veía que faltaba poco para que naciera la criatura que llevaba en el vientre. La comadrona, que había ayudado en el parto de la primera hija de los García Romero, era de plena confianza de la familia, sobre todo por lo bien que había colaborado con la primogénita. Tanto la madre como Josemari se quedaron satisfechos con sus servicios y dejaron claro que sería la responsable de traer al mundo a sus hijos, cuyo número desconocían, porque si por algo se caracterizaba el matrimonio era por su ausencia de planificación. Y más, después de una guerra como la que estaban viviendo, que había partido en dos al país, a familias, a cuadrillas de amigos, a vecindarios…
Bien lo sabía el sargento García, cuando salió de Santander convertido en el ciudadano Josemari, poco más de un mes antes, el último día de agosto. A pesar de la colaboración de los dueños de Laboratorios Cantabria, sobre todo de don Eduardo, que le había facilitado una carta de recomendación para conseguir el salvoconducto que le permitiera volver a Bilbao, se imaginaba que no llegaría a una ciudad en paz. Y en efecto, eso fue lo que encontró en su casa de Autonomía: recelos, miradas furtivas, saludos que ya no se respondían o eran de una hipocresía lacerante (bien sabía que su teléfono era el único de la escalera), pero también abrazos, risas y lágrimas de alegría, en su piso, aquel 3º derecha interior que bullía de vida con la pequeña Mariví, a quien siempre le decía que la podía llevar en un bolsillo, aunque ya correteaba por el largo pasillo de la casa como la niña de casi cuatro años que era. Y también se encontró con algunos de los que estuvieron en la retirada, como el “Manitas”, Luis, Ruperto, “el Chato” o “Mantequilla”, que habían vuelto a Bilbao también. Y con don Gonzalo, el médico, que le saludó afectuosamente, como su mujer Clara. Los vecinos eran amigos por encima de ideas o afinidades políticas.
El abrazo que se dio con Mateo, el primo de su mujer, cuando éste apareció días después de que llegara a Bilbao, a principios de septiembre, fue de una emoción que hizo temblar a todos los presentes en aquel momento. Mateo y Josemari eran íntimos, a pesar de que se habían conocido pocos años antes, y ambos habían vivido hechos terribles en los últimos meses: el natural de Salamanca, el fragor de los combates y la persecución por bombas y ametralladoras como la que había matado al padre del de Zamudio, ante sus ojos.
“Siento mucho lo de tu padre, tuvo que ser terrible para ti, ver morir a Felipe ametrallado, sin poder hacer nada para evitarlo”, le dijo, conteniendo la ira que aquello le producía, una ira mezclada con una tristeza profunda, porque más allá de la muerte era la irracionalidad de aquella guerra, de todas las guerras, pensaba Josemari, a quien los meses pasados en el frente le habían convencido aún más si cabe de lo absurdo de las armas. “No se pudo hacer nada: enterrarlo casi en la clandestinidad, volver a la vida diaria, como me imagino que estarás empezando a hacer tú, a nuestros trabajos y familias, bajo este nuevo régimen, en el que nos tendremos que integrar, no queda otra”, le dijo Mateo, que veía cómo, por su condición de doctor farmacéutico, la persona con más estudios de su pueblo, era codiciado por los sublevados para esa nueva España que estaba naciendo, que olía más bien a naftalina que a amanecer, como decía la propaganda.
Y que Josemari pudo constatar en pocas semanas después de llegar a Bilbao, cuando aquel viernes 8 de octubre por la tarde, volvía a casa, después de visitar a los médicos y Benita le decía: “Ya he llamado a doña Filo, le he dicho a tu madre que se acercara a avisarla, estoy a punto de romper aguas, me parece, ¿qué tal ha ido el día?”. Su trabajo como comercial mantenía la misma cadencia que antes de incorporarse al ejército vasco, los médicos eran los mismos, conservaba todas las representaciones (estaba más que agradecido a la confianza que habían mantenido los laboratorios en él), y la comunicación ferroviaria restablecida con buena parte de España y la existencia de productos en los almacenes permitía el abastecimiento, pero.. “Pues que quieres que te diga Beni, la mayor parte de los médicos ven con preocupación la intervención de las nuevas autoridades en todos los ámbitos sanitarios: son críticas veladas, pero prevén malos tiempos para la ciencia en España, y ven la guerra perdida, ahora que Asturias está a punto de caer”. La regresión se palpaba y Bilbao sólo llevaba tres meses en manos de los militares sublevados.
El sábado 9, al mediodía, Benita rompió aguas y su marido salió en busca de la comadrona, mientras Aquilina atendía a su nuera. Habían bajado de Burceña los padres de la parturienta, Manuel y Ascensión, con las hermanas de Beni, Juli y Paquita, para ayudar en lo que fuera menester, desde hacer la comida a cuidar de la pequeña Mariví. La casa volvía a ser un ir y venir de gente, excepto en la habitación donde Benita trataba de superar las contracciones en unas horas que se le hicieron eternas hasta que pasadas las dos de la mañana del domingo 10 de octubre, los llantos de la criatura anunciaron la buena nueva. “¡Es un niño, Benita, es un niño!”, le dijo ilusionado Josemari a su esposa, mientras lo tenía en brazos y la comadrona le cortaba el cordón umbilical. Un recién nacido de dorados cabellos y ojos brillantes que más que un ángel parecía un demonio de lo que se movía, como ya había anunciado durante el embarazo, pero que se calmó pronto en cuanto Benita le dio de mamar de su pecho. “¡Tiene buen apetito el condenado!”, exclamó la riojana, satisfecha de que todo hubiera ido bien, aunque estaba exhausta, pero con fuerzas suficientes para decirle al padre: “Durante todo el verano, que tú estabas en el frente, he estado pensando que, si el bebé era niño, quería ponerle José Manuel, en homenaje a sus dos abuelos, que tanto han cuidado de la familia en este tiempo de tu ausencia, ¿qué te parece?, porque igual querías que se llamara como tú”. “¡Qué me va a parecer! Me da lo mismo cómo se llame, me parece bien José Manuel, si a tí te gusta, a mí también, y así, sin haberlo pensado, me ha salido un pareado”, concluyó el padre, más feliz que unas castañuelas con su primer varón.
El 1 de abril de 1939, con aquella frase ignominiosa (“cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado»), comenzaba el definitivo gobierno del General Franco. Lo cierto es que en la casa de los García Romero y, por extensión, en la de toda la gran familia que había alrededor, la vida continuaba, con Mariví y Josemanuel creciendo y los mayores disfrutando de sus trastadas. Juli, la hermana de Benita, se había echado un novio, un prisionero republicano, natural de Málaga, al que había conocido en un baile al que podían salir de la base militar de Zorroza, donde formaba parte de un batallón de «trabajadores», como eran conocidos los esclavos en que convirtió Franco a los derrotados presos. La otra hermana, Paquita, estaba sirviendo en casa de un alto cargo militar en Las Arenas, después de haber pasado por los Ángeles Custodios donde le habían enseñado los rudimentos para ser doncella.
Y Mateo se había convertido en alcalde de Zamudio como sospechaba: “Ya te dije, Josemari, que los del Movimiento me iban a poner al frente de los suyos en Zamudio por mis estudios y como manera de tenerme controlado después de lo de mi padre, sabedores de que, con el arraigo que tengo en el pueblo, casado y con un niño pequeño, no me iba a poder negar, y que si me ponía tonto, me fusilaban sin miramientos”. Y justo cuando comentaba esta circunstancia con su amigo, tocaron al timbre. Era Basáñez, el falangista, de la hipócrita sonrisa. “Josemari, ya puede perdonar, pero necesito usar el teléfono. Ya sé que es domingo por la mañana, pero tengo una llamada urgente, y de cierta discreción”, dijo mirando a los dos hombres que estaban hablando en el despacho que el comercial había habilitado en su casa, donde se encontraba el teléfono. “Pase, pase. Mateo, salgamos para que hable tranquilo; vamos al balcón que hace buena mañana”.
Basáñez se sentó frente a la abigarrada mesa, repleta de facturas, albaranes, recibos y otros papeles, y Josemari cerró la puerta tras él. Al de un cuarto de hora Basáñez se acercó al balcón para despedirse: “Muchas gracias por todo, Josemari, ha sido usted muy amable; encantado de saludarle, don Mateo, qué tal la farmacia, qué tal la alcaldía”, dijo zalamero, a lo que los dos hombres respondieron con monosílabos. Sabían de los tiros que Basáñez disparó aquella noche, cuando los fascistas entraron en Bilbao, y cómo, por ellos, casi detienen a los abuelos: con aquel hombre mejor no tener trato.
No habían pasado diez días, en los que el comercial había tenido que salir hacia Álava y Navarra a trabajar, cuando ya, asentado de nuevo en Bilbao, frente a la mesa de su despacho, revisando sus papeles, suena el teléfono: “Sí, ¿dígame?”. “García, soy Recalde, el farmacéutico, quisiera hablar contigo, cuando puedas acércate por la farmacia, tiene cierta urgencia”. “¿Quién era?”, le preguntó Benita su marido, después de que él colgara. No era su costumbre preguntarle por las llamadas, pero el semblante de Josemari delataba cierta extrañeza, una inquietud que oscurecía su siempre brillante mirada. “Me ha llamado Recalde, el farmacéutico, que quiere verme con urgencia, pero su voz sonaba seria, preocupada, no sé qué pasa”. “Ahora que lo dices, hace unos días, también preguntó por tí Aguirrezabala, se me había olvidado decirte”. Algo raro estaba ocurriendo para que dos farmacéuticos se interesaran por él en tan poco tiempo. Así que Josemari se vistió el traje y se dirigió a visitar a sus antiguos jefes, con quienes mantenía una excelente relación. La conversación fue idéntica en ambas boticas. Una persona desconocida para ambos farmacéuticos había ido ofreciendo muestras de medicamentos. Y los dos boticarios habían llegado a la misma conclusión: esas muestras de Laboratorios Cantabria sólo podían ser de García, que era su representante. En un mundo tan pequeño como el de las farmacias y médicos de Bilbao, todos sabían quién era quién. ¿Y quién era ese que andaba con las muestras de Josemari?.
De inmediato, una luz se encendió en su cabeza: una cosa es ser buena persona y otra, gilipollas, se había dicho siempre a sí mismo. Se subió al tranvía que ya salía del Arriaga de una carrera, aunque ya no tenía ni edad ni forma física para grandes esfuerzos: el tabaco y la buena vida se notaban. Y en cuanto llegó a Autonomía, abrió la puerta y se dirigió a su despacho sin saludar a su esposa. “¿Qué pasa, Josemari, qué pasa?”, le dijo apurada, viendo el estado de nerviosismo de quien nunca perdía la calma y que ahora revolvía sus papeles de manera desaforada. “¡Lo sabía, esto es cosa de Basáñez!”.