“Más que una retirada seria, parece que vamos abriendo camino al enemigo”, comentó Josemari aquella mañana del 21 de junio a los camilleros Luis Urquijo y Basilio Gamero, con quienes ya confraternizaba aunque se habían conocido hacía solo dos semanas. Pero la intensidad de las vivencias y la gravedad de los acontecimientos llevaban a los gudaris, sobre todo a los sanitarios, que tenían la muerte a la vista durante toda la jornada, a hacer chistes y comentarios jocosos, a reírse de su propio ejército.
La realidad era la que era, de una tozudez pasmosa: el ejército republicano huía del enemigo más que al trote, al galope, y Josemari así lo refleja en su diario1 aquel primer día del verano de 1937.
Día 21, martes
Desde la mañana nos llevan a San Salvador del Valle: las fuerzas suben al monte y nosotros nos quedamos en la farmacia del pueblo. Al mediodía en vista de que no se puede contener al enemigo marchamos hacia Ortuella donde nos encontramos con un batallón asturiano que no nos deja pasar más a pesar de que teníamos orden de retirada. El comandante de este Batallón obligó al Batallón nuestro que protegiera la retirada de ellos y de algún otro batallón que estaba por el monte.
En el momento que las fuerzas enemigas bajaban por el funicular de la Reineta, viéndolo mal el capitán nuestro, mandó la retirada inmediatamente y esto salvó a todos de ser cogidos. Y también nos salvó una formidable tormenta que retrasó el avance enemigo. En esta retirada fuimos otra vez a Gallarta al cruce de carretera, al barrio que se llama Las Carreras bajo Serantes y allí hicimos noche.
Será en efecto una retirada desordenada, sin resistencia, tratando de salvar los muebles y, sobre todo, las vidas de aquellos que ya habían visto que no quedaba otra que la rendición. Por lo menos para el Gobierno Vasco, porque ya se rumoreaba entre la tropa que en cuanto abandonaran las Encartaciones, última comarca vasca antes de llegar a Santander, habría que pactar la entrega de los batallones, que el lehendakari no estaba dispuesto a apoyar a la República fuera de Euskadi. Y antes de los 21 días que se dice que son necesarios para adoptar un hábito, Josemari ya se había acostumbrado a los bombardeos, las metralletas de la aviación traidora, los ataques de los fascistas italianos. Así escribe el sábado 25, “Nada de particular: hoy también nos ametralló la aviación”.
Y en Bilbao, también se habían acostumbrado a los falangistas que ya iban imponiendo las bases del nuevo régimen. El infame Basáñez se pavoneaba frente a la casa, alternando con los jóvenes camisas azules que ya frecuentaban el barrio. Como bien sabía Benita, caído Bilbao en manos de los nacionales, los seguidores de Primo de Rivera habían aparecido como champiñones de campa, siempre hay quien busca ponerse a rebufo del que va ganando. Pero ella tenía otras preocupaciones, además de la incertidumbre sobre lo que le ocurría a su marido, pero bien sabía ella que “si no hay noticias, buenas noticias” y más en una guerra, así que lo mejor era esperar y no creerse las informaciones de los periódicos que seguían comprando en casa, aunque ya con un contenido completamente plagado de triunfalismo nacional. “A ver si este hijo que llevo deja de dar pataditas que parece que quiere salir futbolista”, se decía mientras iba con Mariví hasta donde Enrique a encargar la compra para dar de comer a toda aquella tropa.
Esa tarde-noche llegaron por fin Mateo e Irene, los primos de Zamudio: aunque Benita les había llamado por teléfono (el flamante único teléfono que atendía a las 14 viviendas de la escalera), no habían podido venir porque la aviación italiana había matado al tío Felipe Romero, el maestro de Zamudio, padre de Mateo. Benita no sabía más. Su primo estaba destrozado y le había colgado diciéndole que en cuanto acabara de enterrarle irían a Bilbao.
“Fue terrible, Beni, terrible. Estaba asomado a la ventana gritándole a mi padre que viniera a casa, que nos teníamos que ir a Bilbao, que ya no podíamos aguantar más en Zamudio, mientras él terminaba de hacer unas cosas en la huerta, cuando llegaron los aviones, de improvisto, algo que nunca había visto, por lo menos eran 20, volaban muy bajo, ametrallando todo lo que veían y uno de ellos se acercó a mi padre y le disparó delante de mí. Bajé corriendo, le cogí, me lo llevé al hombro y, sin mirar atrás, lo llevé al cementerio”.
Mateo e Irene habían acogido en la casa familiar a dos primas monjas de su padre, que estaban en los Ángeles Custodios, al otro lado de la ría y que nada más empezar la guerra habían sido secularizadas. Con el fin de evitar las tropelías de los anarquistas, que gustaban de correrse alguna juerga con las hermanas de Dios, Felipe, que tampoco era mucho de misa, les había dicho que fueran a vivir con ellas a Zamudio. “Allí las hemos dejado, que ahora pueden volver a ponerse el hábito, están recuperándose de lo de mi padre, ellas también presenciaron el ametrallamiento. Menos mal que Irene no lo vio, que estaba con nuestro Javi, dándole el pecho”. Mateo se refería al niño que estaba con su esposa en aquel momento, durmiendo en su regazo. Ya estaba todo el mundo en la cama y los tres y el niño charlaban en la cocina con la puerta cerrada. Benita le dijo entonces a Irene: “Deja a Javi en la cama con Mariví, que hay sitio para los dos y vosotros dormís en la mía, he preparado otro colchón en el suelo para mí en nuestro cuarto”.
“Ama, ama, que ya ha nacido mi hermanito, ¡me lo he encontrado en la cama!”. Mariví estaba completamente asombrada ante el milagro de encontrarse con un niño durmiendo con ella: sólo podía ser el que Benita llevaba en la tripa y al que había sentido con sus pataditas tantas veces… Aquel niño que dormía plácidamente junto a ella no parecía tan revoltoso como el de su madre… Pero no podía ser otro, razonaba la niña, cerca de cumplir los cuatro años.
La alegría de la pequeña se contagió al resto de los habitantes de la casa: falta les hacía en aquella maldita guerra la inocencia infantil para sobrellevar la crueldad de los adultos. Bueno, de algunos adultos, porque gente más pacífica que los que allí estaban no se conocía. Incluso Josemari, que estaba sufriendo lo suyo, sólo pensaba en volver a casa y dejar de tener tratos con las armas, cuyos portadores, bien poco de caso que hacían a los sanitarios. El 28 de junio escribe:
A las tres de mañana se retira el Batallón, y como de costumbre nadie nos avisa. Por este motivo nos retiramos a las siete nosotros teniendo que andar a la busca de él unas tres horas. A las diez encontramos el Batallón en Arcentales. De este pueblo pasamos al monte donde está enclavada la ermita de San Roque, encima de Valmaseda.
Tendrán algún escarceo más, colocarán la bandera de la República en una loma, después de que el batallón asturiano que acompaña al suyo en la retirada hace huir a los facciosos, “como conejos agachados y entre la hierba”, escribe no sin cierto orgullo, en un relato que es día tras día, rutina, huida, tiempos muertos, la constatación de una derrota en toda regla. De Islares a Limpias, de Limpias a Trucíos, y vueltas y más vueltas entre la comarca de las Encartaciones y la desembocadura del Asón y la costa. Se baña en el mar, pesca percebes, cura a los vecinos de los pueblos, se gana su cariño, pesca truchas a bombazos y, sobre todo, añora a su familia, a su mujer embarazada, a su hija, a su madre. A las mujeres que sustentan su vida. Y también tiene tiempo para saludar a amigos que viven por la zona, hablar siempre de los suyos y de la tristeza que le provoca la ausencia de noticias. Josemari escribe en el diario y también cartas y más cartas que no sabe si llegan y tiene tiempo también para reflexionar, como hace el sábado 21 de julio, cuando relata el intercambio de periódicos entre un grupo de requetés y soldados republicanos:
“después de hablar un rato grande, quedaron en cambiarse los periódicos y charlar un rato, cosa que se hizo enseguida. Se estrecharon las manos y estuvimos fumando un cigarro juntos. Yo, al verlos e esta amigable camaradería, pensaba el porqué de estar matando en la forma que se hace. ¿No sería más práctico y más humano que se llegara a un acuerdo como lo han hecho estos milicianos y soldados?”
Pero bien sabe Josemari que el sentido común es el menos común de los sentidos y lo verá en el sinsentido que está siendo la retirada, pero también en cómo reaccionan gentes de las que espera ayuda como su vecino de Bilbao, Alonso, al que vio en Limpias y le negó dar noticias suyas a Benita. “No es que no pueda, es que no quiere. Pero en fin, día llegará en que se tornen las cosas”, piensa. Pero no es rencoroso, olvida rápido las afrentas y piensa en positivo. El 25 de agosto llega por fin a Santander. Va a casa de su amigo Llamas, compañero de trabajo, que le trata con extraordinario afecto. Y cuatro días más tarde, con el respaldo de Eduardo Pérez del Molino, dueño de Laboratorios Cantabria, fiel defensor del alzamiento, pero conocedor de la bondadosa personalidad de Josemari, logra el salvoconducto para volver a Bilbao.
Esa misma mañana, suena el timbre en el tercero interior derecha de Autonomía, 69, y Benita abre pensando en que será su vecina Clara, cuando ve a un cartero: “Tengo un telegrama para usted, es de José María García Hernández”. Benita, presa de excitación, se lo arrebata de las manos y lo lee con frenesí. Lanza un grito, aquella mujer con tanto temple, y se lo dice a todos los que están en casa en aquel momento. “Josemari vuelve en un par de días, está bien, con su amigo Llamas, en su casa, bien atendido. Y, por cierto, don Eduardo el del laboratorio le está ayudando”. La alegría es inconmensurable en aquel momento. Su marido está vivo y libre.
1El diario se puede consultar en el siguiente enlace: http://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/2004423.pdf