“¿Y tú cuánto ganas, Josemari?”. El joven, bien afeitado pero de cerrada barba, pasaba de los 25 años, trajeado, apuesto y de mirada beatífica, observó de hito en hito a aquella mujer cuatro años más joven. No daba crédito a la pregunta que Benita le había lanzado, así, de sopetón, como quien pregunta la hora. Se recuperó de la sorpresa con celeridad, no en vano su labor de mancebo de farmacia y ayudante del boticario en las gestiones administrativas desde que tenía 16 años le habían llevado a mantener relaciones con gentes de toda condición y a pasar por situaciones más comprometidas que la pregunta de aquella cría, “porque esta no es más que una cría, mira que es descarada”, se dijo.
Llevaban ya casi un año de relación desde que Josemari empezó a rondar a Benita cuando ella salía de la mercería Sabas, en Artecalle. Él trabajaba en la cercana farmacia Recalde después de haber pasado por la de quien fuera alcalde, Joaquín Zuazagoitia, en cuya rebotica se celebraban famosas tertulias con la flor y nata de la villa y que aquel joven espabilado nacido en Salamanca en 1905 seguía con pasión. Y antes de con Recalde, Zuazagoitia le colocó como responsable de instruir en las técnicas de laboratorio en la de Aguirrezabala, farmacia más famosa porque los hermanos habían jugado en el Athletic que por la calidad de sus fórmulas que Josemari ayudó a mejorar.
Fue un día de 1931, recién proclamada la República, cuando se conoció la pareja. Si alguien quiere descubrir el significado de la palabra bullicio, no tiene más que viajar en el tiempo a las Siete Calles de aquel Bilbao de más de 160.000 habitantes, la ciudad más rica de España. Y era también un enclave singular en la consideración política: en esta ciudad había nacido el nacionalismo vasco y los socialistas tenían su principal bastión. Las elecciones las había ganado el Bloque antimonárquico, con 29 concejales (11 republicanos, 11 socialistas y 7 pertenecientes a Acción Nacionalista Vasca, partido independentista y de izquierdas creado pocos meses antes), mientras el PNV obtuvo 14 escaños y sólo 3 los monárquicos. Ernesto Ercoreca fue el primer alcalde republicado de Bilbao, elegido por mayoría absoluta, con los votos de los 29 ediles de su grupo.
El ambiente en el que fue el núcleo fundador de aquel Bilbao que en 1931 crecía al otro lado de la ría era un puro remolino de gentes de toda edad y condición, carros y carretas, los primeros automóviles conviviendo con las últimas caballerías. Desde la estación del tren que venía de Zamudio se bajaban las aldeanas del Txorierri y el Munguiesado para vender el excedente de sus huertas en el flamante mercado de la Ribera, inaugurado dos años antes, obra de Pedro de Ispizua, referente de la arquitectura de su tiempo y el mercado cubierto más grande de Europa. “Una bilbainada”, pensaba Josemari mientras salía de la farmacia para subir hasta la casa familiar en la calle Zabala.
Iba por Artecalle, y entre el tumulto, Josemari tuvo tiempo de fijarse en aquella chavala menuda y guapa, que andaba con el garbo de quien se siente segura, y que salía en ese momento de la mercería Sabas con el rostro airado de quien ha tenido una discusión. “Menudo carácter tiene ésta”, se dijo. Pero así y todo, la interpeló con su trabajado don de gentes: “¿Qué te pasa?, ¿a qué viene esa cara?”. Y Benita, que hacía a gala su carácter riojano de pura cepa, que no olvidaba su Munilla natal, le respondió: “¿Me hablas a mí?, porque no tengo mi mejor día…”.
Tras este primer escarceo, Benita arrancó sin mirar atrás, mientras el mozo seguía interpelándola con cierta zalamería. Hasta que al final, cuando llegaron a la Ribera, entre gentes que iban y venían y se cruzaban con ellos, se pararon ante el paso del tranvía y, por fin, ante la insistencia, la joven le contó lo que había ocurrido: “Me he despedido de la mercería: le he dicho al propio Sabas que ya estaba bien, que ya llevaba años y que me tenía que pagar los seguros sociales, que ya todo el mundo tenía seguro. El caso es que se ha negado una vez más y ha sido la gota que ha colmado el vaso. Le he dicho que me marchaba. El jeta de él encima se ha quejado conpungido por dejarle solo. Ya le he dicho: no te preocupes, mañana tienes aquí a mi hermana Juli”.
Josemari recordaba este primer encuentro mientras trataba de responder cuánto ganaba a Beni, a la que ya había comprobado que era imposible mentir. Cuando le dijo la cantidad, Benita le miró con cierta altanería y le dijo: “Ganas menos que mi padre; si quieres casarte conmigo, tendrás que mejorar, que yo no salgó de mi casa para ir a peor”. Y continuó con la conversación que mantenían antes de que lanzara la impertinente pregunta. A Josemari le fascinaba esa capacidad para cambiar de asunto, para dejar la cuestión zanjada, como si con una vez que emitiera el mensaje era suficiente. No, Benita no repetía dos veces las cosas de importancia. Con una era suficiente.
Estaban hablando de la coincidencia argentina. Desde el principio, les llamó la atención que sus dos padres hubieran ido a buscar fortuna a Argentina y que ambos acabaran en Bilbao con sus familias ya crecidas: Eran hombres hechos y derechos cuando llegaron a la capital vizcaína, frisando los cuarenta, llamados por la bonanza económica de la villa, que se conocía en toda España, decididos a dar una mejor vida a sus respectivas proles. Estaba claro que era ese mismo deseo de mejora el que les había llevado a Argentina, pero ambos, Josemari y Beni, coincidían en que sus padres no eran personas para aventuras de indianos.
“Mi padre, al ver cómo su hermano le trataba, regresó, confesándose que no servía para aquella vida”, comentaba Benita una y otra vez. Manuel había sido vilmente explotado por su hermano y se dio cuenta de que para medrar en Buenos Aires, siendo emigrante, tenía que trabajar como una mula y sin escrúpulos: ni lo uno se lo permitía su salud asmática, ni lo otro, una moral de cristiano viejo.
Josemari, por su parte, siempre se guardaba el secreto (sólo años más tarde se lo contaría a Benita, cuando el matrimonio estaba afianzado) de lo que le había ocurrido a su padre. Volvió por nostalgia, pero en cierto modo forzada. Aquellas presuntas lágrimas de José García en medio de La Pampa al ver la foto de su mujer e hijos, no eran tan sinceras. Había sido más la carta que acompañaba a la foto la que le había instado a volver. Era una terrible misiva escrita por el cura que le había casado con Aquilina, en la que le anunciaba la ira de la Iglesia si no regresaba a Salamanca.
Hasta la ciudad castellana, había llegado la noticia de que el pampero tenía una relación pecaminosa con la dueña de la fonda donde se alojaba en medio de la Pampa. Un compañero que había vuelto desde Argentina se lo había comentado a Aquilina quien pidió ayuda al sacerdote. Y este urdió la triquiñuela: una foto con los dos niños y la mujer con cara compungida y una carta que tocase el temor al castigo divino de quien, por otra parte, no era más que un zascandil. Todavía se acordaba el cura de cuando José marchó a la guerra de Cuba en una locura de adolescente.
“Menudo padre me ha tocado”, se decia Josemari, sabedor de que buen corazón tenía, aunque fuera un tanto tarambana.