Historia de una saga IV. De Vigo a Bilbao

El temporal zarandeaba el Asturias como si fuera una cáscara de nuez flotando entre los borbotones de una cazuela hirviendo, pero el agua del Atlántico que salpicaba la cubierta del transatlántico estaba de todo menos caliente. Empapados, los pasajeros de tercera (arrepentido de su amoríos en la Pampa, José García había decidido regresar a casa con la mayor cantidad de dinero posible, así que había comprado el pasaje más barato) aguantaban los embates de las olas como Séneca el estoico, aunque el salmantino que regresaba a casa era más de la escuela hedonista: le gustaba vivir bien al pájaro.

El navío de la Royal Mail Steam Packet Company, después de quince días de navegación, arribó al puerto de Vigo con la tripulación y los viajeros en estado catatónico. José García, que era hombre de secano, no le tenía ningún apego al mar, fue de los primeros en bajar, como alma que lleva el diablo. Había decidido que era hora de sentar cabeza y buscar trabajo en Bilbao, a la orilla del Cantábrico, adonde pensaba dirigirse con Aquilina y sus dos hijos que le esperaban en Salamanca. “A ver cómo me reciben”, se decía el veterano de la guerra de Cuba, hombre bregado pero que tenía un notable respeto por su esposa, cinco años mayor que él, mujer de arrestos, con un carácter forjado tras una infancia traumática.

José no sabía mucho de lo que había ocurrido aquella mañana de 1877 en aquel lujoso piso de la Plaza Mayor donde residía la familia del catedrático de Medicina Atanasio Pisaverde Mencía, reconocida eminencia de la Universidad de Salamanca. Aquilina estaba trabajando a sus siete años de niñera de la familia. Atanasio y su mujer Gumersinda Oliver acababan de tener su primer hijo. La madre, de talante atolondrado y no muchas luces, aunque de una belleza seductora que había cautivado al maduro doctor, sentía que no podía atender sola a la criatura. Su marido viajó a Ledesma, donde tenía unos parientes, en busca de una niña que pudiera hacer compañía a su esposa y le ayudara en la atención al bebé.

Puente mocho de Ledesma. La familia, conocida como los Gorritos, se dedicaba a la pesca fluvial.

“Aquilina (ya todo el mundo llamaba por ese nombre a Mónica Hernández), hija mía, vas a ir con este señor a Salamanca porque necesita tu ayuda. Te vendrá bien, vivirás en una casa mejor que ésta y podrás tener una vida próspera; estarás en una nueva familia, pero nosotros nunca te olvidaremos, los Gorritos de Ledesma siempre te estarán esperando”, le dijo Juan Manuel, su padre, a quien no volvería a ver más hasta su muerte, repentina tras quedarse ciego por un rayo.

Aquilina subió a la calesa del catedrático Atanasio con su maleta de cartón, un abrigo, aunque era el mes de mayo, y una pequeña muñeca de madera. Esas eran todas sus pertenencias, que guardaría como oro en paño toda su vida. En el trayecto a Salamanca, durante las cuatro horas de viaje, aquella niña avispada y de inteligencia natural tuvo tiempo de conocer un poco a quien se convertiría en su padre tras el suceso que marcaría toda su existencia. Atanasio era un buen hombre.

Cuando llegaron a la casa, Aquilina no daba crédito: de la modesta vivienda de una familia de pescadores junto al río Tormes en Ledesma a aquel piso en el centro de una bulliciosa Salamanca, en una plaza que respiraba el tráfago de una capital de provincias, con unos espléndidos jardines. Absorbiendo todo aquel nuevo mundo como solo una niña de siete años puede hacer, Aquilina se acostumbró pronto a la vida urbana: disfrutaba con la tuna, que asediaba a la joven “Sinda”, a pesar de que llevaba un carro de bebé que revelaba su condición de casada, y no dejaba de maravillarse con el animado ambiente de los cafés de la plaza donde tanto gustaba de estar su señora que cada vez la dejaba más tiempo sola con el niño en casa. La chiquilla de Ledesma miraba desde el balcón en aquel principio de verano salmantino todo aquel movimiento de la plaza con voluntad de entomóloga como si la ciencia que se respiraba en aquel hogar se le hubiera inoculado.

La plaza mayor de Salamanca, con sus exuberantes jardines, a finales del siglo XIX, cuando Aquilina vivía en la casa del doctor Atanasio Pisaverde.

Y de repente, el niño se puso a llorar. Aquilina dio un brinco, se metió en la habitación para ver qué le pasaba. Agustín, que era su nombre en honor a su abuelo, hipaba más que gimoteaba, como si hubiera salido de la peor de las pesadillas. Con instinto maternal, la niña cogió el bebé con tan mala fortuna que se le escurrió de las manos y se golpeó la cabeza con la pata metálica de la cuna que sobresalía unos centímetros. Un golpe mortal como reflejó el cese inmediato del llanto. La niñera, que no tenía edad para esos menesteres, rompió a llorar como la niña que era y comenzó a a gritar hasta que Atanasio, que estaba en su despacho, apareció por la puerta y descubrió la dramática escena.

“¿Dónde está Sinda?, ¿dónde está su madre?, Aquilina responde, por favor, ¿por qué estás sola tú con el niño?” Le decía el doctor mientras recogía al inane bebé y comprobaba que no latía vida en su corazón. Atanasio montó en cólera, pero pronto recobró cierta calma, mientras sollozaba y se preguntaba dónde estaba su atolondrada esposa. Aquilina le dijo que en el café Excelsior, donde luego estaría el Novelty, junto al flamante nuevo Ayuntamiento, construido 25 años antes de que este fatal suceso tuviera lugar.

Atanasio dejó al querubín en la cuna y fue a la búsqueda de la insensata. Cuando Sinda se enteró de la noticia en el Excelsior sufrió un ataque de ansiedad y su marido, médico, que ya se había imaginado esa escena, la cogió del brazo y la llevó como pudo a casa. Allí Sinda quiso matar a la pobre Aquilina, luego empezó a arrasar con la habitación de Agustín, mientras lo tenía en brazos y se lamentaba por el hijo muerto. Fue entonces cuando Atanasio Pisaverde Mencía sacó su autoridad de catedrático de la Universidad de Salamanca y dijo: “Mira Gumersinda, no te repudio porque ya sabía que me casaba con una insustancial, pero espero que hayas aprendido la lección y tú, Aquilina, a partir de ahora serás para nosotros como una hija”.

Y aquella Aquilina, más de 40 años después, esperaba a otro que tampoco tenía mucho fundamento, pero que sabía que podría enmendarse, su marido José García, que estaba a punto de llegar de su periplo argentino. “A este le meto yo en cintura como está mandado: me saca a mis hijos Eusebio y Josemari adelante y formamos una familia con fundamento”, se dijo, mientras veía bajar a su marido de la diligencia que le había traído desde Vigo.

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