Al día siguiente, los periódicos locales se hicieron eco del suceso de Asland y de la milagrosa salvación de Pepe García. Incluso “El liberal”, el diario más importante de Bilbao, que había comprado Indalecio Prieto, envió un fotógrafo hasta la fábrica de cemento para que tomara una imagen del guarda jurado que había sobrevivido al tiroteo. Si ya era popular en el barrio, a partir de aquel día se hizo más famoso que el conserje del Hospital de Basurto, que acostumbraba a pasear los días de fiesta por el centro de Bilbao vestido con el uniforme correspondiente a su cargo, para vergüenza de su mujer que regentaba el famoso restaurante Elvira, al final de la calle Autonomía, y para chanza, burla y escarnio de la clientela, entre la que se encontraba por supuesto Pepe García, buen amigo del bedel, por otra parte.
La dirección de Asland, donde también trabajaba el hijo mayor, Eusebio, le concedió una gratificación pecuniaria que se invirtió en una celebración por todo lo alto, con percebes, ostras y seis centollos además de un par de botellas de fino La Ina. Aunque la familia tenía sus orígenes en la meseta, Aquilina y Pepe habían sabido adaptarse a los gustos marineros, sobre todo en lo que a pasión por el marisco se refiere, afición que Benita aceptó con gusto. El momento sirvió también para anunciar su embarazo y la confirmación de que Josemari había conseguido una nueva representación de un laboratorio farmacéutico. Así a Alter de Pamplona y Amorós de Alcoy se unía Made de Madrid. Había sido una gestión del primo de Benita, Mateo, farmacéutico de Zamudio, el hijo del maestro, que había salido espabilado y había ido a la Universidad, a Madrid, donde se había licenciado en Farmacia y Químicas, con brillantes calificaciones que le llevarían a doctorarse años más tarde en Zaragoza.
Pero entonces, el joven primo de Benita, un año mayor, con la que tenía un trato de hermanos, no era más que el boticario de aquella anteiglesia del Txorierri, aunque ya tenía cierta presencia en el Colegio de Farmacéuticos de Bizkaia. “Voy a hablar con Recalde, el farmacéutico para el que trabaja Josemari: echa más horas que un reloj y le paga una miseria”, le dijo Benita a Mateo, cuando su marido se había ausentado un momento para mirar los puestos de canarios y jilgueros en la Plaza Nueva, un domingo de julio de 1933, mientras paseaban por el Arenal. Mateo había llegado a Bilbao, acompañado de su novia Irene, en el tren de Lezama, aunque ya estaba pensando en comprarse un coche para ir de excursión los cuatro. Las dos parejas gustaban de pasar los días de fiesta juntos.
“Es que veo que Josemari no se anima a dejar la farmacia, por lo menos que le pague algo más”. Dicho y hecho. El lunes por la mañana, sin decirle nada a su esposo, que estaba visitando médicos para ofrecerles sus medicamentos (Recalde le dejaba hacer esta tarea los lunes por la mañana, porque no había apenas trabajo), se plantó en las Siete Calles, entró en la farmacia, le dijo al mancebo que quería hablar con el farmacéutico, que estaba en la rebotica, y se lo soltó de bruces: “Señor Recalde, vengo a hablar de mi marido, Josemari: sabe usted lo que trabaja y cómo le saca tarea adelante incluso mejor que usted y le paga el sueldo de un peón. O le sube la nómina o le digo que deje la farmacia y usted le echará en falta, se lo aseguro”.
Recalde miraba de hito en hito a aquella mujer pequeña, con un embarazo ya evidente, que venía a defender a su marido. Obviamente, las cosas estaban cambiando, demasiado deprisa, pensó el farmacéutico. “Una cosa es que las mujeres puedan votar y otra que esta descarada me diga lo que tengo que hacer”, se dijo al mismo tiempo que se admiraba por la valentía de aquella que no tenía la mayoría de edad o justo, justo. “Veremos qué podemos hacer, pero el convenio de los auxiliares de farmacia es el que es: no puedo actuar por mi cuenta y riesgo”. “Usted sabrá”, le dijo Benita al viejo boticario, “pero mi primo Mateo, que tiene la farmacia de Zamudio, me ha comentado que si hay voluntad, se puede subir el sueldo, a pesar del convenio”.
Tras decir esto, se dio media vuelta y volvió a casa. Cuando se lo contó a Josemari, al mediodía, antes de comer, a éste casi le da un pampurrio. “¡Pero cómo le has dicho eso a Recalde, que es un carlistón tradicionalista de la hostia! Ahora seguro que me despide”, gritó visiblemente alterado, en una de las raras ocasiones en las que perdía su habitual calma. Era la primera discusión del matrimonio, con toda la lógica del mundo: Benita había obrado a espaldas de su marido y eso no le hace gracia a nadie, incluido el bueno del hijo de Aquilina. Su suegra, sin embargo, salió en defensa de Benita: “Ha hecho bien tu esposa; si ella no se mueve, tú no lo habrías hecho, te puede el buen corazón y lo sabes. Y en ciertos momentos, hay que tener genio”.
Benita, a diferencia de su cuñada Anita, se llevaba bien con sus suegros, sobre todo con Aquilina a quien sabía tratar. Avispada como era, la recién llegada pronto supo que la madre de Josemari tenía malos despertares, así que hasta el mediodía no hablaba con ella, mientras que Anita le daba la tabarra de buena mañana con lo que pronto se enzarzaban en discusiones sin sentido. Así que Benita vio que era mejor dejarla en paz y ponerse a su servicio, no en vano era la mujer de la casa. Josemari aceptó las palabras de su madre, llegó la paz al matrimonio y decidieron que lo mejor era que se buscara más representaciones y se dedicase a la labor comercial por completo.
Pasó el verano y las vacaciones de agosto, y en septiembre, dejó la farmacia Recalde: había conseguido llevar el conocido laboratorio Cantabria de Santander, que le convertía en representante comercial de cuatro firmas en Vascongadas, La Rioja, Navarra y Norte de Burgos. También representaba a Corchos Bruguera de Palafrugell, tapones de mala calidad, pero que tenían un cliente de importancia: la fábrica de Lejía Conejo en Bilbao. Al mismo tiempo, Benita se había ido ganando el cariño de sus nuevos vecinos. Recién llegada a Basurto, ya había hecho amistad con Enrique el tendero de debajo de casa y con algunas mujeres de la zona, entre otras, Julia, la hermana de Claudio, que estaba construyendo una casa en Autonomía, a escasos metros de donde vivían.
Por otra parte, la convivencia en aquel piso se complicaba. Muchas personas para tan poco espacio: tres matrimonios y dos niños, a quienes habría que sumar la criatura que llegaría en diciembre. Benita no se sentía cómoda y la ducha fue la gota, nunca mejor dicho, pensaba aquella mañana de noviembre, que colmó el vaso de su paciencia. Estaba enfadada con el resultado de las elecciones: había ganado la CEDA con lo que venían tiempos de involución. Ahora que habían podido votar las mujeres, lo que había hecho con alegría, recién inaugurada su mayoría de edad aquel año, a los 25, ganaban las derechas (gracias al voto de las mujeres ignorantes engañadas por los curas, reflexionaba Benita aquella mañana), lo que supondría un frenazo a las mejoras que había traído la República en aquellos dos años. “Un frenazo o volver para atrás”, se decía aquella mujer de inteligencia natural, con escasos estudios pero gran afición a la lectura.
Y a su enfado por el resultado de las elecciones, aquel 26 de noviembre, una semana después de la celebración de los comicios, se sumaba que se había roto la ducha y el casero se negaba a repararla. “Esto no puede ser, Aquilina, es su obligación: los inquilinos no se encargan del mantenimiento de la casa”. Y Benita, ocho meses de embarazo encima, salió de casa, bajó con dificultad las escaleras y se fue a hablar con el casero que vivía en el primero. Tras una bronca notable, le amenazó: “Si no arregla la ducha, dejaremos de pagarle y nos marcharemos de la casa en cuanto podamos, téngalo en cuenta”.
El casero no creyó a la joven nuera de Pepe el de Asland, y es que no la conocía: Benita, de la misma, cruzó la calle y se dirigió al chalé de enfrente donde vivían los matrimonios de los hermanos Julia y Claudio Pérez. Tocó al timbre y nada más abrirle la puerta Julia, le espetó: “Oye, ¿quedan pisos en la casa que está construyendo tu hermano? Es que estoy de nuestro casero hasta las narices y tengo que buscar una solución para Josemari y para mí y para el que viene en breve”. Julia que conocía a su vecina, mujer de carácter, pero de buen corazón, haciendo honor a su origen riojano, pensó al momento que si no quedaban pisos, los inventaba, porque aquel joven matrimonio era gente de fiar, y seguro que buenos vecinos.
“Voy a hablar con Claudio pero creo que no habrá problema, no los ha sacado a renta todavía, queda un año por lo menos para que se pueda entrar a vivir: yo estaría encantada de que vivierais en la casa”, dijo Julia quien pensaba trasladarse al nuevo edificio: el chalé necesitaba reforma y una casa de hormigón era más segura que aquella débil construcción de ladrillo en la que vivían.
Y no se sabe si por las emociones de aquel día tan intenso, entre las elecciones, la ducha y la nueva casa, pero Benita regresó al hogar familiar un poco mareada. Cuando llegó Josemari se lo dijo: “No me encuentro muy bien, creo que me voy a ir a la cama, por si acaso llama a la matrona, siento que el niño se está revolviendo demasiado, aunque todavía me queda un mes”. Benita había usado el genérico, no sabía el sexo de la criatura que llevaba en su interior, aunque intuía que era una niña. Y así fue, en 24 horas comenzó a romper aguas y el 28 de noviembre venía al mundo la que se llamaría María Victoria, una ochomesina, menuda e inquieta. Josemari, al ver a la recién nacida, emocionado, dijo unas palabras que todavía hoy se recuerdan: “¡Pero si es tan pequeña que la puedo llevar en el bolsillo!”.