Historia de una saga XI. Un milagro sin venganza

“Tenemos que cerrar Asland y además llevarnos todo el cemento que podamos para nuestra nueva sede”. Gabino Arretxe (que aparecerá por estas páginas más adelante porque la vida da muchas vueltas y hasta piruetas) hablaba con Eustaquio Agirregomezkorta y Hermenegildo Alvariño en la trasera de la sede de Acción Nacionalista Vasca, el domingo 7 de mayo de 1933, los tres, calientes después de una buena ronda de txikitos por las Siete Calles, acompañada de unas buenas canturriadas con las mejores bilbainadas que se cantaban entonces. “Esta semana le toca a Pepe García de noche, es un buen hombre, algo inocente, yo creo que nos dejará pasar sin problemas, se achantará cuando vea nuestras pistolas”. Agirregomezkorta trabajaba en Asland, donde, a sus 24 años ya había organizado varias huelgas y tenía fama de revoltoso. Se había criado con los gitanos de Bilbao la Vieja (precisamente eran los que habían facilitado las armas a aquella célula de las juventudes de la recién formada ANV, partido procedente de una escisión del PNV creado en 1930 por profesionales liberales de ideas nacionalistas, laicas y progresistas).

Imagen de Bilbao, hacia 1933, con el puente del Arenal y la calle Navarra.

La euforia de los revoltosos venía del vino, sí, pero también del cercano Primero de mayo, una semana antes, cuando habían hecho estallar varios petardos a su paso por el Gobierno Civil y por el Obispado. Y además estaban cabreados con los resultados de las elecciones municipales del 23 de abril en aquellos municipios de España donde no se celebraron en 1931: era la primera vez que votaban las mujeres y la fuerte influencia de los curas, de la Iglesia católica en general, en los pueblos llevó al adoctrinamiento visceral de la población femenina (la que más frecuentaba los templos) desde el púlpito. Así que, la recién fundada CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas, de inspiración en el fascismo de Mussolini), los monárquicos y conservadores arrasaron en el ámbito rural, sobre todo. Arretxe y sus dos compañeros, furibundos anticlericales, estaban que fumaban en pipa.

Planearon la acción contra Cementos Asland, la única fábrica que no había secundado las huelgas alrededor del Primero de Mayo por imposición de la dirección, para la madrugada del martes siguiente. Contaban con la ayuda de la luna llena de mayo, que llegaría a su plenitud aquella madrugada, en una primavera que estaba en todo su esplendor, con una semana de viento sur que ayudaba a calentar aún más si cabe las meninges de los tres jóvenes, porque Arretxe y el gallego Alvariño, que vivía en Barakaldo, pero se solía quedar en casa de su amigo Gabino, en las Siete Calles, no tenían 20 años todavía. Acción Nacionalista Vasca, frente al racismo sabiniano del PNV, profundamente católico, abogaba por la incorporación de los trabajadores inmigrantes a sus filas. Así que los jeltzales, y sus curas, los tenían enfilados, por traidores, ateos y no defensores de la raza, y los del PSOE también, porque los consideraban unos intrusos en sus filas obreras. La nueva formación estaba en tierra de nadie.

Los tres salieron, en la medianoche del lunes al martes, de la sede de ANV y emprendieron el ascenso por la calles Navarra, Hurtado de Amézaga y Autonomía, que antes se había conocido como Camino de Santiago hasta que recibió en 1885 este nombre por el antiguo Ayuntamiento de Abando, para llegar a Castrejana donde se encontraba la fábrica, pasada la una de la mañana. Compañeros de ANV estaban preparando similares acciones en Sestao y Elorrieta con bombas y se habían coordinado para llevar a cabo su acción cuando el ruido de las explosiones en la silenciosa noche del Gran Bilbao distrajera a las fuerzas del orden y ellos pudieran llevar a cabo su acción sigilosamente. Pero no contaban con la resistencia del veterano de la guerra de Cuba y de la pampa argentina quien a sus 57 años mantenía el aplomo aunque no lo aparentaba.

“García, buenas noches, venimos en son de paz, déjanos pasar, que contra tí no tenemos nada”, le dijo Agirregomezkorta al guarda jurado, a quien había tratado cuando entraba y salía de Asland, a pesar de la diferencia de edad. “Yo tampoco tengo ganas de guerra, y menos a estas horas, pero la fábrica está cerrada y aquí no entra ni dios”, le contestó serio Pepe, quien ya veía que aquello no pintaba bien: “¡Qué cojones hace este elemento con esos dos chavales a estas horas, aquí!”, pensó, y levantó la escopeta aunque no tenía intención de utilizarla. Su experiencia le había enseñado que las armas las carga el diablo, aunque sean las reglamentarias. Podía ver, bajo la tenue luz de la farola que alumbraba el exterior de la garita de seguridad a los tres hombres que se movían inquietos, dudando entre avanzar o retirarse.

José García, con el uniforme de guarda jurado.

“García, no te lo repito, ¡déjanos pasar!”, gritó de nuevo. “Ya os he dicho que no, no tengo nada contra vosotros, pero esta es mi obligación”. Y antes de terminar la frase, Alvariño, que se había fajado en la AIT y era de gatillo fácil, levantó la pistola y pegó tres tiros que resonaron en la oscuridad de la noche llevando desde Castrejana el eco de los disparos a todo Bilbao. “¡Qué haces, insensato!”, gritó Arretxe, el único que no llevaba arma. “Ya os he visto, lo mejor será que no sigáis adelante”, dijo García que desde el suelo apuntaba con la escopeta al trío de subversivos.

Asustados (los de ANV no tenían el cuajo de los anarquistas y sólo el gallego había tenido contacto con la acracia y sabía algo de armas, lo que no le sirvió meses más tarde, el 19 de noviembre, cuando fue asesinado a manos de pistoleros del PSOE en un bar cercano a la sede de ANV en Barakaldo), los tres se retiraron mientras Pepe García se levantaba a duras penas, con un temblor que parecía entre Parkinson y el baile de San Vito y la cabeza dándole vueltas: se palpó el cuerpo y comprobó cómo, milagrosamente, la placa metálica que lucía en el centro del correón que le cruzaba diagonalmente el pecho había parado las tres balas que le había disparado aquel joven.

Sentado en el suelo, apoyado contra la garita, recobrando la respiración ante lo que podía haber sido su final, García pensaba que ni en la guerra de Cuba ni en la pampa argentina había estado tan cerca de la muerte. “¡Manda cojones, tienen que ser tres críos los que me la jueguen a mis casi 60 años!”, se decía, cuando llegó la Guardia Civil. “No se preocupe”, le dijo el del tricornio, “hemos conseguido detener a uno, le daremos su merecido”. García, que sabía que no había sido más que un incidente al que no había que darle más importancia que la que merecía, le dijo al agente: “Déjelo, no voy a poner denuncia, han sido unos tiros al aire de unos revoltosos, no le vamos a dar más trascendencia”. No sabía quién era el detenido, pero lo cierto es que el guarda jurado no quería que el joven Agirregomezkorta se quedara sin trabajo. Y los otros dos, eran unos críos, no les iba a joder la vida.

Eso sí, lo que tenía claro Pepe es que ya eran suficientes emociones por aquel día. Y ya no era cuestión de seguir en la fábrica el resto de la noche. Se levantó, se despidió del guardia civil que le miraba de hito en hito, incrédulo ante la decisión no vengativa de aquel hombre, y tomó dirección a su casa en Particular de Alzola. Cuando abrió la puerta, Aquilina se despertó sobresaltada, porque no le esperaba a aquellas horas. Y ya toda la familia se levantó, ante lo que era una situación extraordinaria. Sentados en la cocina, los otros siete habitantes de la casa (ocho, si consideramos que Benita estaba embarazada de dos meses y medio, la alegría del hogar en aquel momento, la primera criatura del joven matrimonio) escucharon el relato del patriarca.

“¿Habrás denunciado a los sediciosos?”, le dijo su hijo Eusebio. Y Pepe García les contó la verdad, que eran unos jóvenes ardientes por el vino y la luna llena y que al haber salvado él la vida gracias a la placa que llevaba en el pecho había entendido que no era momento de venganza. Aquel sereno aplomo cautivó a la familia, de natural pacífico, excepto a Anita, la mujer de Eusebio, que murmuraba contra aquella decisión, aunque el resto no le hizo ningún caso. Ya conocían a Anita y su singular carácter, por decirlo de una manera amable. Aquilina la miró con reprobación, molesta porque cuestionara la decisión de su marido. Y Benita, que se había asustado al principio, se marchó a la cama con una sonrisa, tranquila, sabiendo que la criatura que llevaba dentro nacería sin sobresaltos, en una familia de paz.

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