Historia de una saga II. De Buenos Aires a la Pampa

Parecía que Benita dormitaba aquel mediodía de domingo, día de su aniversario, 21 de marzo de 1982, pero a sus 73 años, la matriarca mantenía una forma mental envidiable y no, no estaba echando una cabezada, estaba sumida en sus pensamientos, en los recuerdos de toda una vida, desde su Munilla natal hasta aquella casa que había dado a Bilbao la gran familia que se iba a encontrar en un rato. Ni la cencerrada de nietos y nietas era capaz de alterar las reflexiones en su sillón, en la salita.

Su cumpleaños era una razón más para que hijos e hijas se reunieran a su alrededor, aunque a aquellas gentes, pensaba agradecida, poco les hacía falta para juntarse. Mientras esperaba la llegada de quienes había ido a tomar el aperitivo, Benita se acordaba de Josemari, fallecido prematuramente hacía 15 años y cinco meses, no lo olvidaba, de un cáncer, pero quizás también porque había vivido el horror y la tristeza de la guerra, la ausencia y el miedo, la nostalgia por una familia a la que había dejado aquel verano de 1937, cuando fue llamado a filas para abandonar el recién estrenado piso de Autonomía hacia un destino incierto.

Se acordaba Benita de las primeras líneas del diario que su marido, conocedor del trascendente momento que vivía, había escrito durante sus días en el frente y que ella conservaba como oro en paño. Si él lo había guardado, cómo no iba a seguir ella con el compromiso, aunque bien sabía que en aquellos años de dictadura les habría supuesto un arresto seguro.

“Según disposición del Gobierno Vasco llamando a las quintas del 25, 26 y 27 me incorporo al Cuartel de Sanidad Militar (1) el 25 de mayo de 1937.

Este mismo día, después de sufrir examen, me nombran enfermero con el grado de sargento, según disposición todos los enfermeros tienen esa graduación. Paso 8 días en el cuartel y el día 3 me incorporo al Batallón 43 (Cultura y Deporte) con los camilleros siguientes

Julio Rojo Hermenegildo Elías Luis Urquijo

Basilio Gamero

y yo José Mª García Hernández

Salí de casa el día 3 de junio de 1937. Nos dirigimos a la posición de Gaztelumendi, enclavada en Lezama. En esta posición estuvimos cuatro días al cabo de los cuales nos enviaron a la posición de Arminza. En este pueblo descansamos un día y al siguiente fuimos al pueblo de Lemóniz alojándonos en casa del sacerdote cuya ama nos llamó ladrones de gallinas ¿tenía razón?… A los dos días salimos para el Cinturón situado en Fica (Lezama). Nos llevaron de noche y cuando llegamos a la posición serían las 7 de la mañana. Desde luego el enemigo nos vio reforzar la posición pues no sé si fue debido a esto o que estaba preparado para atacarla, lo cierto es que nada más llegar nosotros empezó el ataque por iniciativa suya. Este ataque fue horroroso pues como digo anteriormente empezó a las 7 de la mañana el cañoneo y bombardeo de la aviación y terminó a las 9 de la noche.

Este ataque fue contra la retaguardia pues nosotros estábamos en segunda línea y fuimos los que aguantamos toda la metralla de las 14 horas que duró el ataque ese día; y la primera línea nada.

Cuando llegamos a la posición lo primero que hicimos fue construir una caseta de pinos para poder curar los heridos. Esta caseta fue destruida y incendiada por la aviación media hora después de haberla construido cogiéndonos dentro de ella a cinco de nosotros hiriendo a uno que por fortuna no fue grave”.

Retrato de José María García Hernández, realizado en el frente, y firmado por su compañero Belaustegigoitia’tar Xabier.

Benita era consciente de lo que había pasado Josemari y que aquella experiencia no le había arredrado cuando le llamaron para colaborar con la red Comète aprovechando su trabajo como comercial y su conocimiento de la lengua inglesa que había estudiado de soltero. Esos eran los únicos estudios de su marido en Bilbao, después de pasar unos años por los Salesianos de Salamanca, antes de emigrar con sus padres y hermano.

La red Comète era una organización dedicada a sacar a los perseguidos por los nazis de la Francia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial, que cruzaba la España franquista para llegar a Lisboa. Era una tarea tan sencilla como arriesgada, tomar al fugado (en el caso de Josemari, aviadores ingleses que habían conseguido salir ilesos y habían podido contactar con la Resistencia gala) y protegerlo durante el viaje en tren que hacía por razones profesionales hasta que llegaba a su destino y le ponía en contacto con el siguiente enlace.

Un amigo de Josemari le había incorporado a esta aventura y la bondad propia, innata en aquel hombre nada amante del riesgo, más que el ansia de nuevas experiencias, le llevó a colaborar en varias ocasiones. En el recuerdo de ésta y otras partes de su vida en común andaba Benita cuando se abrió la puerta y el grito de los niños le sacó de sus remembranzas: “¡Que vienen los mayores!”, chillaron Mónica, Guillermo, Cristina, Eduardo e Irene, que no sabía todavía que su hermano Víctor ya estaba en la mente de sus padres. Marivitxu, Pili, Josemari y Carlos ya eran demasiado mayores para gritar “Que vienen los mayores”, constató Benita. Llegaban del aperitivo alegres y dicharacheros, como su marido cuando volvía los domingos con un paquete de magurios para compensar su tardanza en el poteo con los amigos antes de la comida. “¡Ay, Josemari y sus txikitos de los domingos! En fin, será cuestión de ir a comer”, se dijo.

Los hombres, sus hijos José Manuel y Javi, y los yernos Felipe y Gonzalo, venían alterados dentro de un orden hablando de política. Se le hacía extraña aquella libertad a la matriarca que había visto durante lustros a su marido y a sus cuñados Gabi y Enrique, en la reuniones familiares, hablar de política en voz queda en la cocina, con la puerta cerrada, y callar cuando entraba alguno de los críos. Porque no se podía hablar de la “situación” ni en casa. Pero ahora aquellos cuatro que no habían vivido una guerra, bien que disfrutaban del nuevo tiempo. “Déjales que disfruten, afortunados”, le contestó Josemari en su diálogo interior que no cesaba desde su fallecimiento.

“Que van a ganar los socialistas, José Manuel, ya lo verás”, le decía Javi a su hermano, mientras Gonzalo sonreía y Felipe entonaba canciones de la República ante la mirada severa de su mujer Mariví: “¡Felipe, deja de cantar eso!”, le reñía, al mismo tiempo que su sobrino Josemari, ya interesado por la política, a su corta edad, le pedía que siguiera, emocionado. En efecto, aires de cambio se respiraban en España aquel marzo de 1982, con un presidente, Leopoldo Calvo-Sotelo, debilitado por el golpe de Estado fallido del 23 de febrero del año anterior. El segundo del PSOE, Alfonso Guerra, azotaba día sí, día también, al frágil y dividido gobierno de la UCD, mientras el secretario general de los socialistas y candidato a presidente, Felipe González, iba cerrando sus contactos internacionales para contar con el respaldo europeo en caso de victoria.

Pero en aquel momento, en la casa de Autonomía, la crisis por conseguir cierto orden en la mesa del comedor, donde se iban a juntar 18 personas, era mayor que la que se vivía en el Congreso de Madrid. Así que Benita puso orden:

“¡Está bien!, Silencio. Os voy a contar cómo esta familia, que nació en esta casa…, bien habría podido venir al mundo en Argentina. ¿Sabíais que mi padre y el padre de vuestro abuelo estuvieron viviendo y trabajando en Argentina al mismo tiempo y que podían haberse conocido?”. Ahora sí, mientras los pequeños, callados por obligación, se empezaban a aburrir, sus nietos mayores la miraron con los ojos como platos. No sabían que entre 1880 y 1920, más de dos millones de españoles habían emigrado al país americano en busca de mejor vida y que, entre ellos, se encontraban sus dos bisabuelos.

José García y Manuel Romero eran dos más de aquellos jóvenes humildes de la España profunda que vieron una oportunidad en las que hasta hacía bien poco habían sido colonias españolas. Eran tierra de promisión: Venezuela, Guatemala y, sobre todo, México y Argentina. Ambos jóvenes marcharon cuando ya habían formado una familia y tenían hijos e hijas, respectivamente: José García dejó en Salamanca a Aquilina con Eusebio y Josemari; en Munilla, de donde salió Manuel Romero, se quedaron su esposa Ascensión y su hija Benita, quien prosiguió el relato: “Fueron en barco, no había aviones en aquellos años, durante días en unas condiciones terribles: sin comida ni agua, hacinados como ganado. Llegaron desfallecidos, sin recursos, a buscarse la vida. Mi padre Manuel tenía un contacto, un primo en Buenos Aires que regentaba un comercio; el padre de vuestro abuelo, José, se marchó a la aventura a la Pampa, a trabajar en una hacienda como gaucho”.

“Pero los dos duraron poco tiempo allí, no servían para esa vida y les podía la nostalgia de la familia que se había quedado en España”, continuó la abuela ante unos nietos que se imaginaban aquel pasado viajero. “Eran hombres buenos, y, para sobrevivir en aquellos años en Argentina, no había que tener escrúpulos: mi padre Manuel tuvo una mala experiencia con su hermano Vicente, que le explotó vilmente y le hacía dormir en el almacen de su tienda, en el suelo; y José se reveló como un sentimental: su mujer le envió una foto de los dos niños y cuando la recibió fue tan grande la pena que, llorando, tiró el sombrero, las boleadoras, el poncho y la chiripá, tomó un barco a Cádiz y volvió a Salamanca. Ninguno de los dos hizo fortuna en Argentina y al final acabaron aquí, en Bilbao”.

Benita lo había conseguido una vez más: los niños, tranquilos, y la conversación política, aparcada hasta la sobremesa.

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