Historia de una saga V. Zuazagoitia al rescate de los García

Atanasio Pisaverde Gorgonzola había acudido hasta la estación desde la vivienda familiar en la plaza Mayor para despedir a su querida Aquilina. El nieto de don Atanasio Pisaverde Mencía, hijo de Atanasio Pisaverde Oliver, mantenía la categoría humana de su abuelo, que también había heredado su padre, quien le había urgido a acompañar a la familia García Hernández hasta la estación de tren, en el extrarradio de la ciudad, aunque concurrida como si fuera la plaza Mayor, dada la frecuencia de trenes que llegaban y salían. El adolescente Atanasio hacía buenas migas con aquella humilde familia, sobre todo con Josemari, con quien había compartido los pechos de la menuda pero fértil Aquilina, ama de cría del pequeño de los Pisaverde al mismo tiempo que amamantaba a su hijo pequeño.

Y allí estaban, a la espera del tren que les llevaría a Bilbao. Con los ahorros que traía José de Argentina y algo de dinero que la familia Pisaverde le había dado a la madre de Eusebio y Josemari (Aquilina mantenía una excelente relación con la que había sido, por otra parte, más su familia que la original de Ledesma, los famosos “Gorritos”, conocidos desde La Alberca a Peñaranda), el matrimonio confiaba en instalarse en la capital vizcaína y abrir algún negocio para alimentar a los hijos, bien es cierto que Eusebio ya estaba en edad de trabajar y Josemari siempre podría echar una mano.

Habían cursado estudios en los Salesianos, aunque Josemari los tuvo que dejar antes de lo que quisiera. Joven de una especial bondad natural y ágil inteligencia, se marchaba a Bilbao con 11 años sin cumplir, en plena I Guerra Mundial, que estaba resultando fundamental en la bonanza de la industria vasca. Ésta había sido la razón que llevaba a Aquilina, a sus 55 años, a abandonar su Salamanca natal por ver si su José sentaba la cabeza, esperanzada en que en Bilbao sus hijos tuvieran un futuro que ya Salamanca no podía ofrecer, ajena a todo progreso industrial, ciudad universitaria y de rentistas.

Subieron al tren cargados con cuatro grandes y pesadas maletas en las que llevaban todas sus pertenencias. Dejaban atrás la casa familiar que había heredado José de su padre Eusebio García Bermejo y que ahora habitaría su hermano Felipe, a cambio de una modesta renta (la vivienda situada en el barrio de San Vicente, el barrio de los gitanos, en el número 12 de la calle Segunda, amenazaba ruina, otra de las razones por las que Aquilina quería marchar de Salamanca), dejaban atrás una vida humilde que no olvidarían nunca ni ellos ni sus herederos como lección de vida: la honestidad de un origen pobre pero honrado.

Miguel de Unamuno coincidió en Salamanca con la familia García.

Tras el estruendoso pitido, y el inicio de un ensordecedor traqueteo, el tren salió de Salamanca, mientras Josemari miraba por la ventanilla un paisaje que la generación del 98 había ensalzado, el paisaje de la árida Castilla, grandes llanuras de cereal que en aquella mañana calurosa de junio de 1915 deslumbraban la mirada del niño. Precisamente, uno de los referentes de aquel grupo de escritores, el bilbaíno Miguel de Unamuno viajaba en el vagón con los García. Volvía a su ciudad natal, al final del curso, acompañado de su mujer, su querida Concha, y la gran prole de los Unamuno Lizarraga. José, que había perdido la vergüenza desde que estuvo en Cuba y luego en Argentina, se dirigió al catedrático con cierta familiaridad, no en vano se cruzaba muchos días con él, aunque sin saludarle: su casa estaba en las traseras del complejo universitario. “Vamos a Bilbao, señor catedrático”, le dijo, “si nos pudiera dar una referencia para alojarnos, le estaríamos muy agradecidos”.

El catedrático, persona seria y hasta hosca si se lo proponía, levantó la mirada del grueso volumen de su admirado Kierkegaard que estaba leyendo y miró por encima de las gafas a aquel hombre más joven, unos diez años menos, que con aquella soltura le interpelaba. Curiosamente, tenía algo porque le cayó bien, así que sonrió y le contestó con amabilidad inusitada en don Miguel: “Precisamente mi prima Trinidad Landaluce, que acaba de enviudar, me escribió el otro día hablándome de las penurias que padece pues no puede alimentar a sus hijos con la exigua herencia que la muerte repentina de su marido le ha dejado. Acuda a ella, la casa no está lejos de la estación, en la calle Zabala, diciendo que ha hablado conmigo, a ver si le puede dar pensión. Igual se pueden ayudar mutuamente”.

Agradecido José, empezó a preguntar por Bilbao y las posibilidades de abrir un negocio, con la curiosidad que heredarían sus descendientes. “Hace tiempo que no sigo la actualidad de la villa, pero yo creo que un buen lugar para los emprendedores como usted es el ensanche de Abando, donde reside la burguesía de la ciudad. Buenos clientes tendrá”, le comentó Unamuno, que mantenía todavía ciertos usos de sus orígenes vascos en el orden de las palabras. Y el otrora lacónico Miguel, a quien Concha miraba como si fuera un desconocido, continuó con la conversación, ante un admirado José, que no se creía que estaba hablando con el famoso escritor y político socialista y liberal, que siempre le había atraído por sus ideas. “Y, mire, le voy a dar una referencia, por si necesita también. Aunque es un carlistón de tomo y lomo, es una buena persona y amigo: vaya usted a la farmacia de Cándido Zuazagoitia, de mi parte, por si surgiera algún problema”.

Josemari seguía con atención la conversación entre su padre y el señor de gafas redondas y nariz aguileña, vestido con sombrero y chaleco y mangas de camisa arremangadas, debido al calor que se respiraba en aquel vagón, con las ventanas cerradas para que no entrara el hollín. Un calor asfixiante: más de una dama delicada se había mareado, mientras los caballeros las atendían abanicándolas con sus canotiers. “¡Una farmacia!, ya me gustaría a mí trabajar en una farmacia”, pensaba el pequeño que disfrutaba con las clases de Química de don Eustaquio en los Salesianos.

Y como si Unamuno hubiera dictado los pasos de los García, la llegada e instalación de la familia discurrió en el sentido sugerido por el escritor: ni que fueran personajes de una de sus novelas. Doña Trinidad les acogió en su casa, de la que ya se había marchado su hijo mayor, el famoso Belauste, jugador del Athletic, cuyas fotos adornaban el salón y que sirvieron para inocular la afición por el club en el joven García. Y en la calle Barrainkua, en la trasera de la Alameda Mazarredo, José abrió, después de indagar en diferentes lonjas del Ensanche de Bilbao, una tienda de ultramarinos, de nombre Cordovilla, en recuerdo del pueblo de su padre, jornalero que estaría orgulloso del ascenso social de su hijo José.

José comenzó a llevar el comercio con la ayuda del mayor de sus vástagos, Eusebio. Mientras tanto, Josemari recorría las calles de una ciudad que le deslumbraba: la Gran Vía le parecía una inmensidad frente a la callejuela salmantina en la que había nacido. El ambiente del barrio de San Francisco y de las Siete Calles le emborrachaba sin probar el vino que corría por las tabernas repletas de obreros y dependientes, criadas y meretrices. Todo un universo por descubrir… hasta que un día se topó de bruces (y mira que era grande, ocupaba dos tercios de la primera manzana de la Gran Vía) con la farmacia Zuazagoitia. “Este era el señor del que hablaba Unamuno”, se dijo Josemari, que ya pasaba de los 12 años. Echaba una mano en la tienda de su padre, pero seguía sin tener un trabajo, tampoco iba a la escuela y su madre llevaba meses azuzándole para que encontrara alguna ocupación.

La primera farmacia de Cándido Zuazagoitia, que abrió en 1880, estuvo en la avenida Basagoiti de Getxo. Josemari García trabajó en la de Bilbao, una gran botica que ocupaba una manzana al principio de la Gran Vía.

“¡La farmacia de Zuazagoitia! ¡Mira dónde está!”. Con los ojos como platos se puso a mirar los escaparates repletos de frascos de todos los tamaños con nombres de plantas y compuestos químicos, en castellano y en latín, dedujo por lo poco que había estudiado en el colegio. Y pegado en la puerta, un cartel escrito a mano: “Se necesita dependiente que sepa andar en bicicleta”. Josemari había aprendido a andar en bicicleta con la del pequeño Atanasio, que se la dejaba algún día que iba a ver a su madre. Así que, decidido, entró en la farmacia y preguntó por Cándido Zuazagoitia: “Vengo de parte de Miguel de Unamuno”, dijo con cierta osadía, a pesar de su apariencia tímida.

El mancebo de la farmacia se le quedó mirando de hito en hito, pero pasó a la rebotica para llamar al farmacéutico que salió mirando al chaval descarado con curiosidad: “¿Sabes andar en bicicleta?”. “Por supuesto”, contesto con aplomo el otrora zagal salmantino, ya en ese momento, chaval bilbaíno por los cuatro costados. “Pues el trabajo es tuyo”. Un trabajo que salvaría a los García de la ruina.

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