Hace ya años que mi hermano Carlos me venía animando a escribir la historia de la familia paterna, trufada de anécdotas y buen rollo, de cariño y fraternidad: solo basta observar cómo mantenemos el encuentro todas las nocheviejas cuando nos juntamos unas cuarenta personas en el txoko Matiko de Bilbao, alrededor de los hermanos Mariví, Jose Manuel, Javier y Marijose García Romero que han logrado mantenerse unidos y con ellos a su descendencia.
La pandemia ha conseguido, entre tantas desgracias, que el relato se haga realidad. Los fines de semana solitarios han dado su fruto. Después de entrevistar y hablar con los mayores, aquí está «Historia de una saga» que iremos publicando todos los miércoles, porque si le ha gustado a un par de selectas amigas, cuyos nombre y filiación me reservo, yo creo que puede gustar al resto.
Gracias a mi otro hermano, Guillermo, sin cuyo visto bueno este folletín (que va por los 12 capítulos escritos y que no pretende llegar a los 100 canónicos de la Comedia de Dante) nunca habría visto la luz. Y gracias a todo el resto de la familia por estar siempre ahí.
¡Que ustedes lo pasen bien!
La algarabía regresaba como el turrón El Almendro un año más a la casa de los García Romero en aquella nochevieja de 1981. Una tropa de tiernos infantes y adolescentes recorría el largo pasillo del piso familiar, el tercero derecha interior del número 57 de Autonomía, calle principal de Bilbao que había recuperado su nombre original hacía poco, después de que Franco se lo retirara. Mientras, en la cocina se afanaban en los últimos detalles de la cena que daría fin a uno de los años más duros de los últimos tiempos, con un golpe de estado y muestras de violencia casi diarias. Un clima extraño, agitado, pero qué le iba a decir 1981 a aquella vivienda que se había inaugurado en 1934, en los felices años de la República con el matrimonio formado por Benita y Josemari, su pequeña hija Mariví, y los abuelos Pepe y Aquilina, que en verdad se llamaba Mónica.
Cuatro generaciones después, otra Mónica volvía a animar aquellas paredes. Con ella, sus hermanas Marivitxu y Pili, sus primos del sexto piso Josemari, Carlos y Guillermo, los que venían de Begoña, Cristina y Eduardo, y la pequeña, Irene, la que habitaba en aquella casa que había vivido una guerra, una posguerra, nacimientos, muertes, penas y, sobre todo, muchas alegrías como la de aquel día. Y a la que le quedaba una última en breve: la llegada de Víctor, el benjamín de la saga, en poco más de un año, en el glorioso día de la mujer, el 8 de marzo de 1983, el año de las inundaciones de Bilbao.
Benita, la matriarca, convocó a sus nietos a la salita. Allí, en su territorio, donde veía la televisión por las tardes, mientras saboreaba una copita de Marie Brizard, Benita ejercía de guardiana de la memoria familiar. Una historia que se remontaba hasta 150 años antes de aquella generación de críos que tenía alrededor, que hundía sus raíces en la España profunda de Salamanca y La Rioja, para pasar por Cuba, Argentina y llegar a Bilbao donde la estirpe tomó forma durante el siglo XX. Los García Romero, una saga dotada para el buen humor no exenta de genio, como se verá. Benita había convocado a sus nietos, entre los que se encontraba la mayor, Marivitxu, a punto de alcanzar la mayoría de edad, dispuesta a estudiar Derecho en Deusto, la primera universitaria de la familia, y el pequeño Eduardo, con cuatro años, que ya mostraba sus brazos de futuro remero en las peleas con Irene “Terremoto”, la revolución andante. Tuvieron que ser la hija mayor de Benita, Mariví, y su cuñada Nieves, a gritos desde la cocina, quienes les convencieran de que acudieran a la salita. Faltaban por llegar los varones, sus maridos Felipe y José Manuel, y Javi y Gonzalo, acompañados de sus respectivas esposas, Cristina y Marijose, “la nena”, la más pequeña de los cuatro vástagos que había dado aquel hogar. Estaban por el barrio de La Casilla disfrutando de unos potes previos a la cena.
La división del trabajo y el disfrute del tiempo, en aquel momento, mostraban el corte generacional que venía llegando, entre una educación marcada por el franquismo y la apertura que apareció a finales de los años sesenta. Aunque aquella casa era un auténtico matriarcado, dirigido con mano férrea por Benita, y donde ya se practicaba una cierta igualdad, o por lo menos, una ausencia de discriminación, todavía se reproducían ciertos patrones reinstaurados por la dictadura, que la República había tratado de retirar de la vida familiar y social.
Llegó pues un punto de orden marcial a la agradable anarquía en la que se movían los nietos de Benita: al mandado de su madre y tía, los nueve se dirigieron a la salita. Sentados alrededor de la abuela, bajo la estricta mirada de Marivitxu y los chistes de Pili y Carlos, los más revoltosos, todos iban a escuchar una historia más de la familia, la primera, la del tatarabuelo Juan Manuel Hernández, el abuelo de Josemari, el padre de su madre Aquilina, a quien casi no trató. Benita conocía las historias de unos y otros, pozo de sabiduría que mantenía el recuerdo vivo de lo aciago y lo glorioso, de la anécdota y de la hazaña, de la vida, en definitiva.
“Aquella mañana”, comenzó Benita, “vuestro tatarabuelo fue al campo a buscar el ganado que pastaba en una dehesa a las afueras de Ledesma. Salió temprano del pueblo por el puente Mocho, de origen romano, casi tan antiguo como la presencia de los Hernández en el pueblo. Por el oeste llegaban unas nubes de la densidad del humo de los puros que fuman los tíos Felipe, Javi y Gonzalo con la pipa del tío Manolo (que era como los niños llamaban a José Manuel)…”.
Y fue como si les hubiera invocado, porque al momento se abrió la puerta y los más pequeños salieron disparados, gritando: “¡Llegan los mayores, llegan los mayores!” y fueron a recibir a quienes venían de la calle, un poco alegres tras el poteo, con las bolsas de petardos y cohetes con los que inaugurarían 1982, el año de la victoria del PSOE… Pero esa es otra historia.
En la salita se quedaron los nietos mayores escuchando a Benita: “Vuestro tatarabuelo iba montado en su caballo Augusto y le acompañaba la perra Canela. A pesar de presentir la tormenta que se acercaba, mantuvo su paso y siguió su destino, sin conocer que en aquel día de 1900 su vida daría un vuelco. Cruzó el puente, en dirección a La Samarita, donde estaban las vacas y, ya en la dehesa, comenzó la tormenta. Llovía con fuerza, rayos y truenos rasgaban el aire mientras un repentino vendaval le cerraba el paso y le obligaba a guarecerse bajo un árbol. Estaba allí Juan Manuel, implorando al Universo que aquel tormento cesara, cuando un relámpago cayó frente a él con tan mala fortuna que le dejó ciego”.
“¡¿Ciego?!”, exclamaron los niños que seguían atentamente el relato de Benita. “Sí, ciego, la fuerza luminosa del rayo se había llevado la luz de sus ojos, parte de su vida. Temblando, sin aliento, se dio cuenta de que el caballo y la perra habían desaparecido de su lado, asustados por el rayo. Recuperó el tono vital, pasado un buen rato, mientras pensaba cómo regresar a casa. Y llamó a Canela con todas sus fuerzas hasta que la perra, diligente como siempre había sido, se acercó a sus pies. Juan Manuel no podía en sí de gozo, un retazo de alegría inundó su semblante mientras le decía: “Vete en busca de Augusto, coge las riendas y tráelo hasta aquí”. Y Canela obedeció a su amo y regresó con el caballo al poco rato. Juan Manuel, más tranquilo, también porque la tormenta amainaba, se subió al caballo a pesar de su repentina ceguera, le dio una de las riendas a la perra y le pidió que le llevara a Ledesma”.
“Vaya con el tatarabuelo”, dijeron los niños casi al unísono, boquiabiertos y embelesados con el cuento de la abuela. “Y así llegaron la perra, el caballo y el hombre, en dramática procesión, hasta las puertas de la casa familiar, donde su mujer Josefa Salinas, recia representante de la fémina salmantina, le ayudó a descabalgar y le procuró los primeros auxilios”. Y ya Benita se había quedado sola con sus recuerdos y los de su difunto Josemari, porque el triste final, el fallecimiento dos años más tarde de Juan Manuel, el abuelo de su marido, preso de pena, no era asunto que interesara a aquellos adolescentes que ya habían salido corriendo al comedor, a disfrutar de la Nochevieja.