“¡Pues sí que es un nombre raro para un perro!”, le dijo Josemari a la madre de Benita, que en ese momento se dirigió a su hija: “Tu padre está al punto de venir, ya sabes que su salud es delicada mientras que tú gozas de la lozanía de la juventud, así que vete a arreglar las gallinas y los conejos antes de que llegue, que yo le quiero contar a tu novio lo de nuestro perro”. Benita salió de la casa y se dirigió al pequeño cobertizo donde estaban los animales que abastecían de huevos y carne a la familia. Sabía que su padre, hombre serio y sin embargo muy cariñoso y de dulce carácter, que había llevado una vida austera debido a su delicada salud, era puntual: no era de esos que se retrasaban en la vuelta a casa, tomando vinos como el resto de los tranviarios. Cuando llegaba su turno, Manuel Romero regresaba a su hogar donde le esperaba su mujer Ascensión Elías, tres años mayor que él, con quien había contraído nupcias bastante tarde para la época, a punto de estar ambos para vestir santos.
“Hasta que me casé con Manuel, a los 28, seguí ayudando a mi padre en la venta del género que producía su fábrica y la de otros telares de Munilla. Ya sabes que nos las teníamos que ver con bandoleros, pero también teníamos el problema del cobro de nuestros paños. No todos los comerciantes eran tan honrados como Ambrosio Menditontorrea, el de Zarautz. Sobre todo en tierras alavesas (ya sabes el refrán, ‘si ves una serpiente y un alavés, coge la serpiente y mata al alavés’) teníamos bastantes problemas porque les costaba pagar. Los vitorianos siempre han sido de la virgen del Puño, por eso yo les digo que son de la Virgen de los Sin Blanca”. Ascensión se reía mientras le relataba a Josemari sus aventuras juveniles, los viajes a lo largo del País Vasco y Navarra.
“Así que mi padre se compró un perro, para convencer a los malos pagadores de una manera más efectiva: solíamos llegar a la tienda correspondiente que no había enviado el pagaré al banco y mi padre, para evitar el bochorno delante de la clientela, porque siempre fue muy educado, le decía al comerciante: ‘Aquí vengo con mi perro, ¿quieres saber cómo se llama?’ Y entonces le decía el nombre y comenzaba a hablar de la deuda, como si no fuera la cosa. Y Mepagas sabía cuándo había problemas en el cobro: recuerdo cuando le empezó a ladrar a uno en Vitoria. Era en 1898, me acuerdo perfectamente porque España había perdido Cuba y Filipinas, estábamos en una tienda de la plaza de España de Vitoria, La Bascongada creo que se llamaba, y el tendero se hacía el remolón diciendo que la guerra había afectado al negocio, y tal y cual. Entonces Mepagas comenzó a ladrar sin que mi padre dijera nada y, oliendo el miedo de aquel comerciante, siguió ladrando hasta que abrió el cajón y sacó el dinero para pagar: en ese momento Mepagas se calló y se puso a mover el rabo, con alegría, satisfecho de haber cumplido con su papel. ¡No se me olvidará en la vida!”.
Saturnino y Ascensión continuaron con su labor de comerciantes de paños durante los siguientes años, hasta que en 1908 Ascensión se casó con Manuel. Fueron años florecientes, cuando Saturnino recuperó, un siglo después, buena parte de la fortuna que Napoleón había robado a su familia al requisar todos sus rebaños para dar de comer a sus tropas. Los Elías volvían a ser una de las referencias en Munilla, por eso costaba tanto casar a Ascensión, porque su experiencia vital, los grandes periodos fuera de Munilla y la buena posición familiar le habían vuelto bastante tiquismiquis con sus pretendientes, hasta que conoció a Manuel a principios del siglo XX cuando éste no había cumplido los 18.
Manuel, asmático, mimado por su madre, la esperó devotamente, sin acercarse a otras mozas, mientras Ascensión iba y venía, hasta que llegó el momento en que ella dio el sí a su eterno pretendiente. Fue el día de San Juan de 1908, en la iglesia de San Miguel, una boda por todo lo alto que auguraba una feliz vida a la pareja hasta que llegó la ruina una vez más a los Elías. Benita no recordaba los esplendores, aunque se los había oído contar a su hermana María y, pocas veces, a su madre, que no había superado el trauma.
Benita había vuelto de limpiar y dar de comer a las gallinas y los conejos cuando oía el final del relato de su madre a Josemari. Y entonces con aquel desparpajo que le acompañaría el resto de su vida le dijo a su madre: “No sólo le cuentes tus aventuras, también estará interesado en por qué no vivimos precisamente en un palacio”. Ascensión, contrariada, miró de hito en hito a su hija y le espetó: “Eso fue cosa de tu abuelo, sus fantasías y sus miedos y la mala suerte. Si me hubiera hecho caso a mí no viviríamos en Burceña, tendríamos casa en Neguri o, como poco, en Las Arenas”.
En sus viajes, ya sin Ascensión, Saturnino Elías había comenzado a quedarse en casa de su hija María en Bilbao y a alternar más a menudo con los comerciantes de las Siete Calles a los que abastecía. En su camino solía pararse ante el flamante edificio de la Bolsa, donde se movían las acciones de las grandes compañías industriales de Bilbao que tanto le habían asombrado siempre. Sabía de las navieras, de los astilleros, de los Altos Hornos y las minas. Hombre leído y viajado, Saturnino no perdía comba de lo que acontecía en la gran capital, aunque él fuera de Munilla. Y, poco a poco, fue forjando amistad con un par de corredores de bolsa que tomaban café en La Concordia.
“Mi padre se fue informando de cómo se movía el mundo de las acciones y empezó a darle vueltas a la posibilidad de invertir aquel dinero que dormía el sueño de los justos bajo una baldosa en la casa de Munilla. Un día, de vuelta al pueblo, recién nacida Benita, me dijo que iba a dar un destino mejor a los ahorros porque, después de la crisis de 1907, venían años de bonanza para las finanzas. Me estuvo explicando lo que había aprendido en sus recientes viajes a Bilbao y cómo en la Bolsa podría aumentar la fortuna que tanto nos había costado recuperar y darnos una mejor vida a todas las hijas. Yo sólo le dije tres cosas: que no invirtiera todo el dinero, que lo que invirtiera lo repartiera en distintas empresas y que había que ser valiente en ese mundo y jugar a largo plazo. El abuelo de Benita no me hizo caso en nada y aquí estamos, viviendo en los Tranviarios”, resumió Ascensión malencarada. “Hala, dile a tu novio que ya está bien de chismes para ser el primer día que nos conocemos. ¡Demasiado le he contado!”.
En efecto, Saturnino Elías llevó consigo todo su dinero ahorrado, que tenía en una saca debajo de un azulejo de la cocina, en el siguiente viaje a Bilbao. Y arrastrado por su fantasía desde que paseó por los muelles de Ripa y Uribitarte, viendo la carga y descarga de los grandes barcos a vapor que luego emprenderían viaje por los mares del mundo, decidió que un día uno de ellos llevaría su nombre. Ni corto ni perezoso, invirtió sus ahorros en acciones de la Naviera Sota y Aznar, aunque poco disfrutó de los beneficios. La repentina crisis de principios de 1914 condujo a quien no era sino un comerciante de pueblo, sin la templanza del financiero urbano, a vender todas sus acciones por un precio exiguo, incapaz de aguantar el primer embate de un pánico que acabaría el 28 de junio de 1914 en Sarajevo, con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria, a manos de Gavrilo Princip, un joven nacionalista serbio.
Si hubiera sido de templado carácter, Saturnino no se habría arrepentido toda su vida de aquella decisión irreflexiva: con la primera guerra mundial, las acciones de las navieras vizcaínas se multiplicarían exponencialmente, convirtiendo en millonarios a todos sus propietarios. Y todos los bilbaínos habrían visto como de los astilleros Euskalduna salía un buque a la ría bautizado “Saturnino Elías”. Pero ya era tarde para arrepentirse. Y más, casi 20 años después, cuando aquella tarde de 1932, Josemari volvía a su casa con cierto sabor agridulce. “Ahora entiendo porque Benita quiere que gane más dinero, aunque no creo que yo pueda devolverle el esplendor que tuvo su familia. Lo que tengo claro es que yo no voy a invertir en bolsa en mi vida, espero llevar una vida tranquila y sin sobresaltos”, se dijo, sin conocer los derroteros por los que le llevaría el destino. Y su libre albedrío.